viernes, 12 de agosto de 2011

Los Argumentos a favor de la existencia de Dios

La importancia de la demostración de la existencia de Dios

Todas las culturas tienen palabras para referirse a seres sobrenaturales, muy poderosos, a los que les atribuyen, entre otras cosas, la creación de la vida y del universo. Algunas de esas culturas creen fervientemente, además, en la existencia de seres de ese tipo. De hecho, sólo un reducto, un sector muy pequeño de la población humana, puede decir con sinceridad que no cree en ellos. Los dioses, o lo que se cree de los dioses, son de apariencia diversa. Algunos tienen forma humana (antropomorfos); otros tienen forma animal (zoomorfos); otros toman la forma de objetos tales como los volcanes, el viento o el océano; también los hay carentes de forma (amorfos). Algunas sociedades creen en varios dioses (politeísmo) y otros sólo en uno (monoteísmo). Independientemente de cuál sea la creencia, estos dioses cumplen funciones diferentes. En efecto, no sólo son los creadores del universo; también son causantes de la calamidad y de la enfermedad, del bienestar y de la prosperidad; son los que diseñan las leyes, las normas y las costumbres, los que vigilan su cumplimiento y aplican los castigos; son protectores, personas que brindan consuelo o dan compañía, o son enemigos, destructores y malhechores. Piénsese por un momento que el mundo se vuelve ateo. ¿A quién recurrirían los solitarios? ¿Quién nos protegería de los asaltantes? ¿En quién confiaríamos ante la incertidumbre? ¿Quién le haría frente a las cosas que los hombres no pueden resolver por sí mismos? No cabe duda de que, al menos por un tiempo, el mundo sería un caos, la maldad y la depresión se apoderarían de muchos de nosotros; de ahí que demostrar la existencia de dios sea para algunos una cuestión tan importante.

La idea cristiana de Dios

Para el occidental cristiano sólo hay un dios y éste es a la vez uno y trino. Cómo puede ser una misma persona tres a la vez es uno de los misterios de la iglesia cristiana. Sin embargo, los cristianos se consideran monoteístas y tienen diversos nombres para su dios: “Jehová,” “Yahvé,” “el padre,” “el hijo,” “el espíritu santo,” “Cristo,” “Jesucristo” o simplemente “Dios.” Los cristianos orientales también tienen estas creencias, pero no aceptan la autoridad papal, al igual que los cristianos protestantes. Para la mayoría de los cristianos, el ser al que llaman Dios es el creador del universo, el dador de las leyes, la persona que los protege de los males o calamidades. Sin embargo, modernamente ha sido cuestionada fuertemente su existencia diciendo que no hay prueba de ella y que los argumentos dados a su favor no son buenos. La mayoría de estos argumentos fueron compuestos en una época en la que no se cuestionaba la existencia de Dios y las pruebas se buscaban sólo por el deseo imperioso de conciliar la fe con la razón. Examinaremos a continuación algunos de esos argumentos, más otros muy populares en nuestra época, a saber: el argumento ontológico, el argumento causal, el argumento de la contingencia, el argumento de los milagros, el argumento de la experiencia mística, el argumento de la utilidad y el argumento teleológico.

El argumento ontológico. Este argumento fue formulado por el filósofo San Anselmo, cuya vida transcurrió en la última centuria del dominio de la dinastía carolingia, en plena época medieval. Siendo fiel a la premisa de los medievales de conciliar fe y razón, intentó dar un argumento a favor de una creencia que aceptamos por fe: la creencia en la existencia de Dios. Este argumento decía así: una cosa que existe es más perfecta que una que no existe; podemos concebir el ser más perfecto de todos; ese ser es Dios; por lo tanto, Dios debe existir, puesto que si no existiera no sería el ser más perfecto de todos. Para los medievales un ser perfecto era un ser que tuviera en grado sumo todas las cualidades consideradas deseables, llamadas por ellos perfecciones. Una de esas cualidades era la existencia y, puesto que Dios es el ser que posee todas las perfecciones, la existencia debe ser una de sus cualidades.

Varias críticas se le pueden hacer a este argumento. En primer lugar está basado en una idea de perfección que no necesariamente todas las personas deben compartir. No todos creerán que las cosas que existen son más perfectas que las que no existen. Es más, puede haber personas que digan que no existir es mejor que existir y desde ese punto de vista el argumento de San Anselmo no funcionaría para los que tuvieran esta creencia.  

Otra crítica afirma que el argumento de San Anselmo es tramposo porque define a Dios como el ser más perfecto de todos y luego, de ahí, deriva que existe. Si yo definiera, por ejemplo, a Siod como el ser más perfecto de todos, sería fácil para mí demostrar la existencia de Siod. A lo anterior, podría responderse que Siod no es más que una forma distinta de llamar a Dios porque sólo un ser posee todas las perfecciones. Pero, entonces, debería demostrarse justamente esto: que sólo un ser posee todas las perfecciones y luego demostrar que ese ser es el mismo que le habló a Moisés y el mismo que murió por nosotros en la cruz.

Tal vez la crítica más fuerte que se le ha hecho al argumento ontológico es que está basado en la idea de que la existencia es una cualidad, siendo que esto no es cierto. Una manera psicológica de ilustrar ese punto es la siguiente: imagínese usted un caballo blanco; ahora imagínese que el caballo cambia de blanco a negro. El cambio es evidente, por eso el blanco y el negro son cualidades. Pero ahora imagínese a un caballo blanco y luego imagínese ese mismo caballo blanco, pero existiendo. ¿Qué cosa ha cambiado en la imagen? Nada, el caballo blanco existente sigue siendo el mismo caballo blanco que imaginamos al principio. La existencia no agrega ninguna cualidad a los objetos, a diferencia del color o de otras cualidades como tener alas o cuernos.   

Pero hay otra manera más elegante de probar que la existencia no es una cualidad. Esta se encuentra inspirada en el análisis lógico contemporáneo de las oraciones. La demostración se la debemos a filósofos como Frege y Russell, aunque Kant, en su Crítica de la Razón Pura ya afirmaba que la existencia no era una propiedad. La demostración es la siguiente: la frase “los unicornios tienen cuernos” se puede parafrasear como “si hay (existe) algo que sea unicornio, tiene un cuerno.” De acuerdo con este mismo análisis, si la existencia es una cualidad, “los unicornios existen” debería traducirse como “si hay (existe) algo que sea un unicornio, este existe” lo cual es una tautología. Pero si esto es así, al decir “los unicornios no existen” estaríamos diciendo “si hay (existe) algo que es unicornio, este no existe” que es una flagrante contradicción. De la misma forma, al decir “Dios existe,” no estamos diciendo “hay algo que es Dios y que existe” pues si ello fuera así podríamos decir “hay algo que es dios y no existe” o sea “existe algo que es dios y no existe” lo cual es contradictorio. Lo único que decimos cuando decimos “los unicornios existen” es “hay  unicornios” y lo único que decimos con “Dios existe” es “hay algo que es Dios.” Así, pues, al decir que algo existe no estamos agregando otra propiedad, tan sólo estamos diciendo que hay algo que tiene ciertas propiedades o cualidades y nada más.  

El argumento causal. Este argumento puede resumirse de la siguiente manera: todo tiene una causa; por lo tanto, el universo tiene una causa; la causa del universo es Dios; por lo tanto Dios existe. Este argumento tiene varios problemas. Pero, el más evidente es el siguiente: si todo tiene una causa, entonces Dios tiene una causa y si Dios tiene una causa ¿Cuál es la causa de Dios? Podríamos, entonces, irnos al infinito preguntando por la causa de la causa de Dios o detenernos en alguna parte. Los defensores de la existencia de Dios pararán en Dios y dirán que Dios es la primera causa, es la causa incausada, la causa que no tiene causa. Sin embargo, si este movimiento es válido, ¿por qué no parar en el Universo en lugar de Dios? ¿Por qué no decir que el universo no tiene causa, que es una causa incausada? Tenemos evidencia de la existencia del universo, pero no tenemos evidencia de la existencia de Dios ¿por qué preferir a este en lugar de aquel?

El otro problema es que la ley todo tiene una causa es aplicable a segmentos del universo y no al universo como un todo. Por ejemplo, si el universo estuviera compuesto de tres bolas de billar, cada una de las cuales al moverse causara el movimiento de la otra, tendría sentido preguntarse por la causa del movimiento de cada bola, pero no parece que tenga sentido preguntar por la causa del universo. Por esa razón, en el caso del universo, la pregunta "¿cuál es la causa del universo?" carecería de sentido y su respuesta no sería necesaria.

El argumento de la contingencia. En la época medieval se conocía este argumento como el argumento del ser necesario y fue Santo Tomás quien lo hizo famoso al recogerlo en sus demostraciones de la existencia de Dios. Para explicar este argumento procederemos mediante analogía. Sin duda hay cosas espaciales, cosas tridimensionales con profundidad, altura y anchura: los vasos, las sillas, los árboles, el cuerpo humano, todas esas cosas son espaciales, todas esas cosas se dan en el espacio. Pero mientras pueden no darse cosas espaciales sin que ello afecte al espacio mismo, la no existencia del espacio implica la no existencia de las cosas espaciales; es decir, si el espacio deja de existir, dejan de existir cosas como los árboles, las mesas, etc., pero si los árboles o todas las cosas espaciales dejan de existir, no por ello el espacio deja de existir. Por eso el espacio es necesario respecto de las cosas espaciales, mientras que estas son contingentes respecto del espacio. De la misma manera sucede con las cosas existentes; éstas se dan en Dios; Dios les confiere la existencia; pero mientras las cosas particulares pueden dejar de ser o de existir sin que esto afecte a Dios, Dios no puede dejar de existir sin que dejen de existir las demás cosas, por lo tanto, Dios es un ser necesario y todo lo demás es contingente. Explicado este punto, el argumento de la contingencia dice así: sin duda hay cosas que existen; y las cosas que existen tuvieron un origen y tendrán un final; pero su existencia les viene de algo; ese algo no puede a veces ser y a veces no ser, pues si dejara de ser, todo lo demás dejaría de ser; ese algo es Dios, por lo tanto, Dios existe.

Las críticas a este argumento son parecidas a las del argumento ontológico. Primero, el argumento presupone que la existencia es una cualidad. Por otro lado, no hay nada que nos garantice que Dios sea el ser necesario, pues podría ser otra cosa no considerada Dios. Finalmente, mientras es comprensible la dependencia de las cosas espaciales respecto del espacio, no es igual de claro que las cosas existentes dependan de otra cosa existente necesaria. La postulación de esa cosa que dota de existencia a las demás cosas pero que no requiere de otras para su propia existencia es innecesaria y, por lo tanto, hasta que no se nos demuestre por qué debemos aceptarla, no tenemos por qué hacerlo.

El argumento de los milagros. Se trata de un argumento muy usado en la vida cotidiana. Según este argumento, Dios existe porque existen los milagros. El asunto es más o menos así: es un hecho que hay eventos sobrenaturales, inexplicables, por ejemplo, la curación de enfermedades incurables o la resurrección. Esos hechos no pueden ser causados por la naturaleza, pues sólo un ser sobrenatural puede causar un evento sobrenatural y ese ser es Dios. Fuera de que no hay nada que garantice que ese ser sea Dios, hay otras críticas que hacerle a este argumento. En primer lugar, se puede criticar que base su argumento en los eventos milagrosos, puesto que milagroso es tan  sólo aquello que no podemos explicar con nuestra actual ciencia. Por ejemplo, en el pasado la lluvia era un evento milagroso, pero hoy en día ya no lo es, pues lo hemos podido explicar. Si en el futuro pudiéramos explicar las curaciones de enfermos terminales o la resurrección sin apelar a Dios, entonces a partir de esos hechos no podríamos inferir la existencia de Dios.

Pero hay un argumento más contundente. Del hecho de que existan milagros no se sigue la existencia de un Dios, sino tan sólo la existencia del milagro. Si un pastor impone sus manos sobre un niño paralítico y este camina, en estricto sentido no podemos decir que Dios lo curó, tan sólo que su curación se dio, no sabemos cómo, después de la imposición de manos sobre su cabeza. Por esa razón y otras, como las que veremos más adelante, el argumento de los milagros es cuestionable.  

El argumento de la experiencia mística. Este argumento es frecuentemente usado por las personas comunes y corrientes, pero fue diseñado en cristianos de tendencia mística como San Agustín. El misticismo era una doctrina cristiana que afirmaba que mediante ciertas prácticas podía tenerse un contacto directo con Dios, aunque la naturaleza de ese contacto no se pudiera describir o expresar. Cuando ese contacto se daba, ocurrían una serie de experiencias maravillosas, sobrenaturales, a las que se les dieron el nombre de experiencias místicas. A partir de esas experiencias se ideó el argumento místico que dice así: yo he tenido unas experiencias de un tipo tan especial, tan sobrenatural, que ninguna cosa de este mundo material pudo habérmelas causado; sólo un ser sobrenatural, especial, pudo haberme causado esas experiencias y ese ser no puede ser otro que Dios.

Al igual que el argumento causal, de la contingencia y el ontológico, no hay nada que nos garantice que el ser que nos produce esas experiencias místicas sea Dios. Pero hay una crítica más fuerte que hacerle a este argumento. Si Dios es el causante de esa experiencia mística, primero debe demostrarse la existencia de Dios. No se puede demostrar la existencia de la causa a partir de su efecto, si previamente no se ha tenido una experiencia de la causa (lo cual también es aplicable al argumento de los milagros). Los místicos experimentan los efectos, pero no experimentan al causante de esos efectos. Si lo experimentaran, el asunto sería diferente y la discusión se trasladaría a la salud mental de los pocos que han visto a Dios (a  menos que todos lo viéramos). Además, modernamente la ciencia ha podido crear experiencias de tipo místico vertiendo sustancias químicas en la sangre. Así, parece que los responsables de las experiencias místicas son los químicos del cerebro cuya aparición inducimos mediante la imaginación y la autosugestión y no la actuación de algún ser sobrenatural sobre nuestra mente.

El argumento de la utilidad. También es un argumento muy usado por la gente. Según ese argumento, existe aquello que sea útil. Y, puesto que Dios es útil, porque las personas que creen en él ajustan más su comportamiento a las normas morales y son más felices, entonces, Dios debe existir. El argumento que afirma la existencia de una cosa a partir de su utilidad puede tener validez en ciertos ámbitos. Por ejemplo, aunque nadie ha tenido la experiencia de partículas subatómicas, postulamos su existencia y sus propiedades porque ello nos sirve, nos es útil, para explicar y predecir otros fenómenos. Pero en el caso de la existencia de Dios el asunto es diferente. No es la existencia de Dios, sino la creencia de que existe (junto con otras creencias más), la que hace que algunas personas cumplan con las normas y sean más felices. Una cosa es la existencia de Dios y otra la creencia en su existencia. Esta última es un fenómeno de tipo mental cuya existencia, desde cierto punto de vista, es incuestionable, en cambio, Dios es un ser fuera de nuestra mente, supuestamente independiente de ella. La existencia de la creencia, sin embargo, no se prueba por su utilidad, sino por otros medios. La utilidad, en este caso, no nos prueba la existencia de la creencia, pero tampoco la existencia de Dios. La existencia de una creencia y de un dios es algo que debe probarse usando otros criterios, no usando la utilidad.

Fuera de eso es también cuestionable la idea de que las personas que creen en Dios son mejores en su comportamiento y son más felices. Colombia es un país muy religioso y, sin embargo, es uno de los más violentos, en los que más se violan los derechos humanos. Holanda es uno de los países menos religiosos y sin embargo, no se ve allá tanta crueldad o violencia como la que se ve en Colombia. De manera que Dios no parece servir para lo que dice el argumento que sirve. Y entonces se plantea uno la pregunta, ¿para qué sirve la existencia de Dios? ¿Qué cosa no podemos hacer sin apelar a esa creencia?

El argumento teleológico o de la finalidad. Este argumento, de raigambre medieval, afirma lo siguiente: todas las cosas tienen un fin o propósito; ese fin o propósito ha sido dado por alguien, por su diseñador, ese diseñador es Dios, por lo tanto Dios existe. Expliquemos este argumento con un ejemplo. Un reloj es un aparato diseñado para cumplir una tarea o un propósito específico: dar la hora. Todas sus piezas están cuidadosamente diseñadas y engranadas para que pueda cumplir a cabalidad su tarea. Pero ese diseño no pudo haberse creado por sí solo, alguien tuvo que diseñarlo teniendo en cuenta el cumplimiento del propósito, en el caso del reloj, ese alguien es el hombre. Ahora bien, también el universo exhibe un orden, tiene elementos que se relacionan entre sí para funcionar de cierta manera. Ese funcionamiento debe tener un propósito. Pero, por un lado, el propósito debió haber sido dado por alguien y, por otro, el orden y organización del universo para el cabal cumplimiento de ese propósito, también debió haber sido dado por alguien. Ese orden no pudo haberse creado sólo, por lo tanto, Dios existe.

En principio podemos pensar que el universo no tiene propósito alguno y también imaginar que su orden no vino dado por alguien externo a él sino que fue creado por la interacción de sus propios componentes siempre existentes. Con esta sola suposición ya ponemos en aprietos al argumento teleológico, puesto que éste considera que todo debe tener un propósito y nosotros no, que toda cosa con un diseño inteligente debe haber tenido un creador igual de inteligente, pero nosotros no creemos eso. Y no lo creemos porque si dios es inteligente, podríamos decir que alguien lo diseñó a él y lo hizo con un propósito, pero, entonces, iríamos hasta el infinito o tendríamos que parar en alguna parte. ¿Por qué parar en Dios si el universo es algo de lo que tenemos suficientes pruebas de su existencia?

El argumento teleológico o de la finalidad llevó a San Agustín a problemas dentro de su sistema filosófico, pues afirmaba que Dios era bueno por naturaleza, no podía ser malo y que, además, tenía mucho poder. Pero también afirmaba que fue el creador del universo y que le dio un propósito y que su propósito era que todo estuviera bien. Resulta, sin embargo, que en el universo hay calamidades, sufrimientos, enfermedades, injusticias, hombres que son víctimas otros hombres, etc. Ese universo fue el diseñado por Dios. Por lo tanto, o la maldad y el sufrimiento no son algo malo, o Dios no es bueno, o no es todopoderoso. Esto era lo que se derivaba del argumento de la finalidad. San Agustín, resolvió el problema apelando a la libertad humana, pero esta cuestión es distinta del asunto de la existencia de Dios.

Ninguno de los argumentos a favor de la existencia de Dios ha tenido éxito. Por eso la existencia de Dios, sigue en entredicho. Esto, sin embargo, ya lo sabía el Apóstol Pablo quien exigía fe. Si fe es creer en lo que no se ve y ver es la prueba reina de todo, entonces, creer en dios por fe, es creer sin pruebas y buscarlas es un error.

jueves, 4 de agosto de 2011

La filosofía de Bertrand Russell

Lógica, matemáticas y lenguaje cotidiano

A pesar de que Russell sintió interés por la filosofía desde muy joven (sobre todo por la filosofía de Leibniz y por la interpretación británica de la filosofía de Hegel) fue sólo después de haber desarrollado su proyecto lógico-matemático, y en estricta vinculación con éste, que dio forma a su filosofía. Al igual que Frege, Bertrand Russell creía que las matemáticas podían ser reducidas a la lógica y por ello dedicó los primeros años de su juventud a dicha tarea. El resultado de ello fue su obra de tres volúmenes Principia Mathematica escrita en conjunto con el también filósofo y matemático Alfred North Whitehead.

Una de las tareas de la reducción consistía en revelar la forma o estructura lógica de los enunciados matemáticos. Ya en esa tarea Russell se topó con varios problemas que discutió con su colega Gottlob Frege mediante correspondencia. A medida que trabajaba en los Principia Mathemática, Russell se fue convenciendo de que la mayoría de dificultades que encontraba en su tarea de reducción se debía a la imprecisión y ambigüedad tanto de las matemáticas como de los lenguajes naturales. Cuando los enunciados de dichos lenguajes eran parafraseados en términos de la lógica, dichas imprecisiones y ambigüedades, imperceptibles en un principio, quedaban reveladas. No era fácil, sin embargo, dar con la paráfrasis adecuada. Por lo general ello implicaba un serio trabajo de reflexión filosófica que, en el caso de Bertrand Russell, dio origen a dos de sus teorías semánticas más importantes, a saber: la teoría referencial de los nombres propios y la teoría de las descripciones.

La teoría referencial de los nombres propios

A lo largo de su carrera como filósofo e intelectual Russell tuvo varios cambios o giros en su pensamiento. En los años en los que escribía los Principia Mathematica aceptaba la distinción de sentido y referencia para las descripciones definidas pero no para los nombres propios, pues, estos, según él, sólo tienen referencia. Las descripciones definidas son expresiones que empiezan con artículos definidos como “el” o “la” seguidas de un término general (o una expresión que pueda funcionar como tal) y que pueden servir  como sujeto gramatical de una oración. Así, son descripciones definidas: “el escritor de 100 años de Soledad,” “el perro de los ojos cafés,” “la mujer vestida de rosado,” etc. Frege aceptaba la distinción sentido-referencia no sólo para estas expresiones sino también para nombres propios como “Sócrates” “Aristóteles” y “Pegaso.” La tesis de Russell en estos años, en cambio, es que la distinción es aceptable para las descripciones definidas, pero inaceptable para nombres propios como los ya ejemplificados.

Sin embargo, más adelante Russell cambiará de posición: por un lado, considerará que expresiones como “Sócrates” y “Aristóteles” no son genuinos nombres propios sino abreviaciones de descripciones definidas (según él las expresiones más parecidas a nombres propios genuinos en nuestro idioma son palabras como “esto” “eso” o “aquello” aunque mantiene su posición de que los nombres propios no tienen sentido sino sólo referencia). Por otro lado, Russell dejará de aceptar la distinción fregeana entre sentido y referencia. No la aceptará para ninguna expresión, ni siquiera para las descripciones definidas. Trataremos de ello más adelante. Por ahora nos concentraremos en la afirmación de Russell de que los nombres propios como “Sócrates” y “Aristóteles” suponiendo que sean propios, no tienen sentido, pero sí referencia. Veamos, pues,  la teoría referencial directa de los nombres propios de Russell.

La discusión se desarrolla en oposición a la visión de Frege. Tanto para éste como para Russell la función de los nombres propios es hacer referencia a un individuo en particular, no a uno cualquiera, sino a uno en especial, uno distinto de todos los demás. Ahora bien, para Frege los nombres propios tienen sentido y a veces referencia, siendo la función del sentido fijar la referencia del nombre en caso de que la haya. Eso significa que los sentidos de los nombres propios deben bastar para seleccionar sólo a un objeto, al único objeto que cumple con los rasgos contenidos en el sentido. Así, pues, el sentido de un nombre propio como “Aristóteles” quedaría expresado en descripciones como las siguientes: “el maestro de Alejandro Magno” o “el inventor de la lógica” o “el alumno de Platón” o “el autor de la Metafísica.” Cualquiera de esas descripciones o la conjunción de todas ellas podría servir para expresar el sentido del nombre “Aristóteles.” Lo importante es que sea suficiente para reconocer al único objeto que cumple con la descripción, si es que existe. En caso de existir dicho objeto, el nombre “Aristóteles” no sólo tendría sentido sino también referencia.

Russell se opone a esa idea. En su opinión, el significado de un nombre propio no puede consistir en su sentido, y tiene varias razones para ello. La más importante es que podría haber más de un objeto que se ajustara a las descripciones que expresan el sentido del nombre, por lo cual éste no cumpliría con su función principal: seleccionar a un objeto en particular. Por ejemplo, la descripción “el alumno de Platón” es una descripción que también es aplicable a Espeusipo. Esa sola descripción, pues, no sirve para reconocer o identificar sólo a Aristóteles caso de que existiera. Y lo mismo podría suceder con todas las demás descripciones de Aristóteles. Siempre será posible que haya dos o más individuos que cumplan con el mismo conjunto de descripciones. De manera que una descripción o un conjunto de descripciones no nos sirve para identificar o reconocer a un objeto y sólo a uno, no nos sirve para fijar la referencia y se supone justamente que la referencia de un nombre propio es una en especial. Por esa razón Russell descarta los sentidos como parte constituyente del significado de los nombres propios, estos sólo tienen referencia y ésta es fijada cuando delante del objeto en cuestión damos su nombre, es decir, cuando al ver a Aristóteles lo señalamos y decimos: “Aristóteles.”

En esta versión, sin embargo, la teoría de Bertrand Russell presenta una dificultad. Aristóteles no existe actualmente y, por lo tanto, si el significado de la palabra “Aristóteles” es su referencia, resulta que esa palabra no tiene significado. Y, por esa razón oraciones como “Aristóteles es un filósofo” carecen también de significado, pues no hay nada a lo que se refiera la palabra “Aristóteles.” Esta dificultad lleva a Russell a un cambio de posición, mencionado más arriba. En su opinión, expresiones como “Aristóteles” no son nombres propios genuinos sino abreviaciones de una serie de descripciones. Pero las descripciones NO son nombres propios y por lo tanto su significado NO es su referencia. De ello se deriva que el significado de expresiones como “Aristóteles” no es su referencia, pues, en realidad, no son genuinos nombres propios. Ahora bien, si “Sócrates,” “Aristóteles,” “Pegaso,” etc., no son genuinos nombres propios ¿qué expresiones, en opinión de Russell, sí lo son? Según él lo más parecido a nombres propios en nuestro lenguaje son expresiones como “esto” “eso” “aquello” etc., puesto que siempre que usamos esas expresiones no sólo está garantizada la existencia del objeto indicado con ellas, sino que no nos estamos refiriendo a ninguna otra cosa. El significado de esas expresiones, cuando las usamos, es su referencia en el momento en que las usamos y nada más. La consecuencia de esto es que si un nombre no tiene referencia entonces no tiene significado y las oraciones en las que el nombre aparece carecen de significado. Esta concepción de Russell ha recibido fuertes críticas por otros filósofos del lenguaje, pero constituye una parte medular de su filosofía.


La teoría de las descripciones

La afirmación de Russell de que expresiones como “Sócrates” o “Aristóteles” son abreviaciones de descripciones lo dejan muy cerca de la posición fregeana de que el sentido de dichas descripciones constituye el sentido de aquellas expresiones. La diferencia entre ambos, al menos hasta este punto, es la siguiente: para Frege expresiones como “Sócrates” y “Aristóteles” son nombres propios genuinos y sus sentidos, que son los de las descripciones asociadas con ellos, bastan para fijar sus referencias. Para Russell los sentidos de expresiones como “Sócrates” y “Aristóteles” son los sentidos de las descripciones que dichas expresiones abrevian, al igual que para Frege, pero esos sentidos no bastan para fijar la referencia de dichas expresiones. Por esta última razón aquellas expresiones no pueden ser consideradas nombres propios genuinos sino descripciones encubiertas.

Hasta aquí Russell acepta la distinción sentido-referencia, sólo que considera que los genuinos nombres propios no tienen sentido sino sólo referencia. Más adelante, sin embargo, Russell rechazará la distinción fregeana de sentido y referencia para todas las expresiones, incluyendo las descripciones, y lo hará mediante su teoría de las descripciones definidas.

Ya sabemos lo que es una descripción definida. También sabemos las razones por las cuáles Frege crea la distinción entre sentido y referencia, a saber, para explicar las diferencias entre oraciones como las siguientes:

1. “El autor de 100 años de Soledad es colombiano”
2. “El premio nobel de literatura del año 1982 es colombiano”

Aunque ambas oraciones se refieren a la misma persona: Gabriel García Márquez, tienen diferencias semánticas relativas a sus sentidos. El sentido de la descripción “El autor de 100 años de Soledad” es distinto del sentido de la descripción “El premio nobel de literatura del año 1982.” Por eso, aunque ambas oraciones se refieren a lo mismo no significan lo mismo y la razón por la que no lo hacen NO se debe a su referencia sino a sus sentidos. Frege, además, considera que descripciones como las que acabamos de mencionar son términos singulares que funcionan de la misma manera que los nombres propios: su función principal es referirse a un individuo en especial, por eso para él esas oraciones son singulares. En caso de que no haya dicho individuo, el enunciado total no se referiría ni a lo verdadero ni a lo falso, simplemente no tendría referencia.

En la nueva concepción de Russell las descripciones definidas no son términos singulares cuya referencia, caso de que la hubiera, fuera un objeto en particular, sino expresiones complejas que afirman la existencia de un sólo objeto al cual se aplican los rasgos recogidos en la descripción, pero sin especificar a cuál de todos esos objetos se aplican esos rasgos. He ahí la primera diferencia con Frege. Así, las descripciones de las oraciones 1 y 2 no refieren a un objeto en particular, apuntan a uno pero no especifican con exactitud a cuál. La primera nos dice que hay alguien que escribió la novela 100 años de soledad y que sólo una persona en el universo cumple con esas características, pero no nos dice cuál, deja sin especificarnos cuál. Lo mismo con la segunda: nos dice que hay alguien que ganó el premio nobel de literatura en 1982 y que sólo una persona ganó ese nobel en ese año, pero no nos dice cuál de todas. Para saber cuál tendríamos que ver a esa persona, tendríamos que conocerla o haberla conocido directamente, pero la sola descripción no nos basta.

La segunda diferencia que tiene Russell con Frege a partir de su teoría de las descripciones es que para dar cuenta de la diferencia que hay entre las descripciones de las oraciones 1 y 2 no se requiere para nada de la distinción sentido-referencia. Las oraciones 1 y 2 serían diferentes, según Russell, no porque el sentido de sus descripciones sea distinto, sino porque las partes que componen a ambas descripciones son diferentes. Con ellas sucedería algo análogo a lo que sucede con las expresiones: “criatura con corazón” y “criatura con riñón.” Ambas expresiones se refieren a las mismas cosas (los mismos animales) pero difieren, según Russell, no en sus sentidos, sino en el hecho de que la palabra “corazón” cuando aparece sola se refiere a una parte del cuerpo diferente a la que se refiere la palabra “riñón” cuando aparece sola. Así, pues, las descripciones de las oraciones 1 y 2 refieren a lo mismo, pero se distinguen no porque tengan sentidos diferentes, sino porque sus partes componentes por si solas refieren a cosas distintas; en efecto, una cosa es ser el autor de un libro y otra ser el ganador del premio nobel.

La teoría de las descripciones de Russell se distingue también de la de Frege en el análisis de otras oraciones que tienen descripciones y que Frege no consideró con detenimiento. Por ejemplo: “el rey de Colombia” o “el hombre que escribió la Biblia” En el primer caso no hay un individuo que sea rey de Colombia. En el segundo caso hay más de un hombre que escribió la Biblia. Para Frege un enunciado como “El rey de Colombia es moreno” no se referiría ni a lo verdadero ni a lo falso porque no hay un individuo al que corresponda la descripción “el rey de Colombia.” Pero esto es porque para Frege las descripciones son términos singulares. En cambio, para Russell dicha descripción no es un término singular sino uno general que puede expresarse mejor así: “hay alguien que es rey de Colombia y sólo uno lo es” Así, pues, una oración como “el rey de Colombia es moreno” puede parafrasearse como “hay alguien que es rey de Colombia y sólo uno es rey de Colombia y, además, es moreno” este enunciado es falso porque no hay un rey en Colombia; por esa misma razón el primer enunciado es falso. En cambio para Frege el primero no era ni verdadero ni falso. Por otro lado, una descripción como “el hombre que escribió la Biblia” sería parafraseada por Russell como “hay un hombre que escribió la Biblia y sólo uno escribió la Biblia…” Así el enunciado: “el hombre que escribió la Biblia es barbado” sería falso porque es falso que un sólo hombre haya escrito la Biblia. En cambio, en la versión de Frege no habría manera de comprender ese enunciado.

Aplicación de la teoría de las descripciones

Tanto en el caso de los nombres propios como en el caso de las descripciones el lenguaje nos lleva, según Bertrand Russell, a confusiones. Los nombres propios del lenguaje cotidiano no son en realidad nombres propios y las descripciones definidas no son en realidad términos singulares. Pero el lenguaje cotidiano nos hace creer que es así y ello nos lleva a enredos que la filosofía debe deshacer. Uno de esos enredos es el famoso argumento ontológico. Según este argumento Dios existe porque es el ser más perfecto y existir es más perfecto que no existir. El argumento parece presuponer que “existe” es una propiedad y que el ser al que nos referimos con el nombre “Dios” tiene esa propiedad. El análisis de Russell lleva el siguiente curso:

Si “Dios” es un genuino nombre propio con significado entonces tiene referencia y no es la abreviatura de una descripción. Ahora bien, si tiene referencia, significa que Dios existe y decir que “Dios existe” es redundante. Por otro lado, decir “Dios no existe” sería contradictorio, sería tanto como señalar a un perro que estamos viendo y decir que no existe. En ambos casos el argumento ontológico sería innecesario. Es obvio, sin embargo, que no podemos señalar a Dios, nadie lo ha visto ni lo conoce directamente. Eso significa entonces que “Dios” no tiene referencia y que, por lo tanto, “Dios existe” no tiene significado, es absurdo. Así, pues: o “Dios existe” no tiene significado o tiene significado pero “Dios” no es un genuino nombre propio sino una descripción encubierta.

Por otro lado, si “Dios” es una descripción encubierta entonces puede parafrasearse como “ser todopoderoso, omnisciente, omnipresente” y si la existencia es una propiedad, entonces “Dios existe” se parafrasearía como “hay un único ser que es todopoderoso, omnisciente, omnipresente y ese ser existe” lo cual es redundante. Por otro lado, “Dios no existe” sería ambiguo, pues, podría parafrasearse como: “hay un único ser que es todopoderoso, omnisciente, omnipresente y ese ser no existe” que es autocontradictorio (pues dice que hay un ser que es dios y luego dice que ese ser no existe); o como: “no hay un único ser que sea todopoderoso, omnisciente, omnipresente y que exista” que es redundante y afirma la existencia de más de un Dios. Todas estas complicaciones se derivan, en opinión de Russell, de suponer que la existencia es una propiedad.

Por las anteriores razones Russell considera que “existe” no es una propiedad. La consecuencia inmediata de ello es que no puede incluirse la existencia entre las propiedades más perfectas y, por lo tanto, que la frase es mejor existir que no existir no tiene significado pues diría algo así como “es mejor que haya algo QUE a que no haya algo QUE” en ambos casos se trata de una expresión incompleta equivalente a una oración como “Juana va hacia” si no digo hacia dónde va Juana, no he dicho nada. Finalmente, Russell pone de relieve que tomar “Dios” como una descripción encubierta complica las traducciones. Considera que “dios” no es ni una descripción, ni un nombre propio, sino un término general. Así, la mejor paráfrasis para “dios existe” es simplemente “hay algo que es dios” en donde la palabra “existe” queda recogida en la expresión “hay” y la expresión “dios no existe” dirá simplemente “no hay un ser que sea dios” que significa simplemente que no hay dioses.  

Atomismo Lógico, Conocimiento Directo y Conocimiento por Descripción.

Encontrar tantas dificultades en la tarea de traducción (paráfrasis) del lenguaje matemático y cotidiano al lenguaje lógico hizo que Russell se hiciera a la idea de que ambos lenguajes eran imperfectos. Esta idea lo llevó a pensar, entonces, en los rasgos o características de un lenguaje perfecto. La cuestión para él era importante, pues, en la medida en que los rasgos de ese lenguaje quedaran bien delimitados, también lo quedaba la estructura del mundo. Su respuesta fue: un lenguaje perfecto es uno que contenga los símbolos de la lógica y cuyos predicados y nombres no sean ni vagos ni ambiguos, es decir, sólo tengan un significado. Clasificó las oraciones en tres: las singulares, también llamadas proposiciones atómicas por ser las más simples, compuestas de un nombre y un predicado, y las generales, entre las cuales incluyó las oraciones que contienen descripciones, las oraciones existenciales y las de cuantificación universal en cualquiera de sus versiones (negativas, afirmativas, con predicados simples o relacionales). Todas estas oraciones, a su vez, se combinaban con otras para formar otras más complejas (proposiciones moleculares), pero en últimas todas ellas debían reducirse o estar vinculadas de algún modo con oraciones singulares.

Del mismo modo que ocurría con las oraciones, pensaba Russell que ocurría con la realidad. Debe haber una serie de hechos básicos, hechos atómicos, que se combinen según ciertas reglas (reglas lógicas) para dar lugar a los demás hechos (esta es la tesis fundamental del atomismo lógico). Los hechos atómicos eran, pues, expresados por las proposiciones atómicas y compartían con ellas, como lo diría Wittgenstein en el Tractatus, la forma lógica. Faltaba, sin embargo, por aclarar el estatuto de un hecho atómico y esto sólo podía hacerse mediante el análisis de las proposiciones atómicas. Si una proposición atómica está compuesta por un nombre y un predicado ¿a qué hace referencia el nombre?, ¿de qué cosa es atributo el predicado?, ¿qué clase de entidad es esa cosa?

De nuevo aquí Russell opone un lenguaje ideal a un lenguaje cotidiano. Una oración como “Carlos es moreno” podría tomarse como una proposición atómica, sin embargo, en opinión de Russell no lo es, porque el nombre que forma parte de una proposición atómica hace referencia a un objeto conocido directamente, mientras que los nombres usados en oraciones como “Carlos es moreno” son en realidad abreviaciones de descripciones definidas. Siendo esto así, se presentan dos preguntas: la primera, ¿a qué hacen referencia los genuinos nombres propios? y la segunda, ¿a qué hacen referencia los nombres del lenguaje cotidiano o a qué clase de cosas se aplican los predicados del lenguaje cotidiano y de la ciencia? La respuesta a la primera pregunta es inequívoca para Russell: los genuinos nombres propios hacen referencia a datos sensoriales y sólo a ellos. La respuesta a la segunda no es clara, pues a veces Russell sostiene una postura realista afirmando que los nombres propios y los predicados del lenguaje cotidiano y de la ciencia hacen referencia a objetos externos de existencia independiente; y a veces sostiene una postura fenomenalista afirmando que dichos objetos no son más que construcciones teóricas a partir de datos sensoriales (lo único verdaderamente existente) y que, por lo tanto, sus nombres no son más que abreviaciones de descripciones definidas que recogen dichas construcciones.

Como consecuencia de los problemas ontológicos antes expuestos, a Russell se le presentan los problemas de corte epistemológico. ¿Cómo podemos conocer la referencia de un genuino nombre propio? ¿De qué modo conocemos los objetos a los que se hace referencia en el lenguaje cotidiano o en las teorías científicas? La respuesta a estas preguntas está basada en la famosa distinción epistemológica, hecha por él, entre conocimiento directo o por contacto y conocimiento indirecto o por descripción.

Según Russell, una cosa es saber que una y solo una cosa cumple con ciertas características, y otra cosa es saber cuál es esa cosa. Podemos saber lo primero sin saber lo segundo. En las descripciones definidas sabemos que una y sólo una cosa cumple con la descripción, pero no por ello sabemos cuál es. Para saber cuál es esa cosa no basta con saber que dicha cosa existe y que cumple con la descripción, debemos, además, tener un contacto directo con ella, mejor dicho, debemos tener una experiencia sensorial de ella. Por lo tanto, una cosa puede ser conocida, según Russell, de dos maneras: una, teniendo una experiencia sensorial de ella (conocimiento directo o por contacto) y otra, conociendo una serie de características que sólo ella posee (conocimiento por descripción). La mayoría de nuestro conocimiento de objetos es, según Russell, conocimiento por descripción, pero, según adopte el realismo o el fenomenalismo, cambiará la interpretación y la forma en que comprendemos la noción de objeto en Bertrand Russell.

Desde el punto de vista del realismo, los datos sensoriales son lo único que podemos conocer directamente. Los objetos del mundo externo, según Russell, son conocidos sólo a través de dichos datos, pero tienen una existencia independiente de nuestra conciencia. En ese sentido, dichos objetos son conocidos indirectamente y las palabras que a ellos refieren son, en realidad, abreviaciones de descripciones que, en último término, están relacionadas con datos sensoriales. Así, la verdadera naturaleza de los objetos del mundo externo no nos es accesible directamente sino a través de los datos sensoriales y de las descripciones teóricas que hacemos de esos objetos. 

Desde el punto de vista fenomenalista, también son los datos sensoriales lo único que podemos conocer directamente. Sin embargo, los objetos del llamado mundo externo en realidad no son más que construcciones teóricas. No hay objetos que causen o produzcan las sensaciones desde el punto de vista fenomenalista; estos objetos son más bien producto de una elaboración teórica o conceptual; son un resultado. Conocer dichos objetos no es más que comprender los vínculos que tienen dichas construcciones con lo que nos es conocido directamente, es decir, con los datos sensoriales. Así, los nombres de objetos cotidianos abrevian descripciones que en últimas expresan todo lo que hay que saber sobre los objetos.