lunes, 20 de junio de 2011

¿Por qué estudiar?

Me devuelvo a mis épocas de estudiante de colegio. ¿Por qué estudiaba yo? ¿Por qué iba al colegio? ¿Me gustaba ir al colegio? Pero como estudiante pasé por diversas etapas. Si me hicieran las anteriores preguntas en las distintas etapas tal vez daría respuestas diferentes en cada una de ellas.

Si le preguntaran al niño que fui, al que entró en primero de primaria, si le preguntaran a él, él diría que no le gustaba ir. Primero, mamá se iba y pues no me gustaba que ella se fuera y me dejara solo. Segundo, la verdad, la profesora era muy aburridora y por eso no le ponía atención. O tal vez yo tenía déficit de atención, la verdad, no lo sé. En todo caso, sólo recuerdo interminables planas de vocales, consonantes y números, algo de los símbolos de la bandera, el sustantivo y el adjetivo y nada más. La mayor parte me la pasaba dormitando y no recuerdo tener amigos; salía al descanso a consumir mi merienda y cuando terminaba caminaba solo mientras los niños de los cursos más grandes corrían por todo el patio. Pero, ¡icé bandera!!! Sí, aunque no gracias a la maestra de mi colegio, sino a mi mamá, ella era mi verdadera maestra.

La misma respuesta daría si me preguntaran en segundo, tercero, cuarto o quinto grado. Más o menos era la misma situación. Si me preguntaran del sexto que perdí (porque perdí sexto) a grado octavo, yo diría que sí me gustaba ir al colegio y aunque no me molestaba estudiar ni aprender y era bastante descomplicado respecto de la metodología de los profesores y su trato, iba más por el roce social, por compartir, por estar en alguna parte haciendo algo, que por aprender. Cosa distinta ocurrió en noveno y décimo. Ahí sí, no me gustaba ir al colegio, me daba pereza estudiar, leer, hacer tareas o mapas, lo que fuera me daba pereza. Estudiaba en un colegio público. Había profesores muy buenos, muy responsables: la profesora de matemáticas, el profesor de español, la profesora de inglés, la de artes, el de química, el de física, el de dibujo técnico, muy responsables todos ellos. Pero no faltaban los palabreros, los que se dedicaban a contar historias sobre sus vidas e improvisaban las notas y los que ni siquiera iban a clase: el de religión, el de sociales, el de filosofía, la de biología…. en fin. De todas formas yo era un mal estudiante y estaba más interesado en caerle bien a la gente, en conseguir novia, ser popular, aprender a bailar, hacer algo destacado para que la gente se fijara en mí, me tuviera en cuenta, me estimara, que en estudiar un montón de materias que no me decían nada.

Tampoco me decían nada los discursos de mi mamá ni de mi papá. Ambos me dijeron que uno estudiaba no para hacer dinero, sino para ser persona. ¿Ser persona? ¿Qué significaba eso? Bueno, yo entendía algo como que ser persona era ser alguien civilizado, respetuoso de las leyes, buena gente, honesto y trabajador, que obtenía las cosas por la vía buena, que entendía cosas de la vida que no entendía quien no estudiaba. Pero no me preguntaba si eso era útil en algún sentido, ni cómo le aportaba eso a mi vida inmediata. De hecho, no veía cómo podía aportarle a mi vida inmediata, inmersa en esas preocupaciones sociales típicas de la adolescencia: la aceptación, la popularidad, la identidad, el amor, el sexo, el probar cosas diferentes y arriesgadas para ser admirado por la rebeldía, por el arrojo, por lo malo, por lo gracioso, en fin.

¿Por qué, entonces, seguía yendo al colegio? Una vez, cuando estaba perdiendo grado décimo, el profesor de química le dijo a mi madre que lo mejor era que me retirara del colegio, que había estudiantes que iban a aprovechar el cupo mejor que yo. Yo lo apoyé, mi mamá no. Con su tono de madre, con sus dedos apretando mi antebrazo hasta hacerme doler, con sus ojos abiertos y fijos sobre los míos, me dijo entredientes que yo estudiaba hasta cuando ella dijera. El profesor desconocía la difícil situación por la que atravesaba en esos momentos. A parte de mis terribles afanes de adolescencia, tenía que soportar los conflictos de mis padres y el dolor de mi madre, cuya tristeza le robaba la energía para estar mucho más pendiente de mí. Y aún así tenía la suficiente autoridad sobre mí para hacerme estudiar. ¿Por qué seguí estudiando? Porque ella me lo pidió, porque era mi madre, porque si no lo hacía iba a ser mucho más madre, porque era agregarle más sufrimiento a su sufrimiento. No pasé el año, pero seguí estudiando. En esa etapa de mi vida, estudiaba sólo por una única razón: por mis padres.

Y cuando perdí el año, no fue el darme cuenta que había perdido un año de mi vida, no fue el temor de que mi futuro tuviera algo de incertidumbre lo que me hizo recapacitar. Fue el mismo razonamiento que decía: si estudio y me va bien, mi madre es feliz, si mi madre es feliz, yo soy feliz. Cuando volví a repetir grado décimo en otro colegio, llegué con intenciones diferentes, esta vez iba a trabajar, a poner atención, a estudiar primero que todo y más que nada. Empecé a sorprenderme de lo fácil que era estudiar, obtener buenas calificaciones y mantener contento a todo el mundo: a mis padres y a los profesores. Mis padres dejaron de ponerme tantos problemas para salir, empezaron a darme gustos a hacerme regalos, podía ver televisión o jugar con el supernintendo toda la tarde sin que nadie dijera nada. Eso sí, todo eso después de hacer las tareas. Me alegré mucho cuando mi madre recibió el boletín del primer período sin una sola materia perdida y entre los 5 mejores promedios del salón, y, además, sentí una gran satisfacción porque me di cuenta que podía hacer las cosas bien si me lo proponía. También empecé a gozar de los privilegios de ser uno de los mejores estudiantes, no me negaron nunca un permiso (tampoco abuse de mi posibilidad de pedirlos), en más de una ocasión me perdonaron más de una falta, más de una tomada de pelo, más de una travesura de adolescente, porque estaba entre los mejores… Y a mí me gustaba estar entre los mejores. Y no era como Pacho, que era nerdini, come libros, bibliotequero y memorístico. Entendí que podía llevar una vida equilibrada, ser querido, aceptado, ser divertido y travieso, ser amado, al tiempo que cumplía con las expectativas de mis padres. Así, pues, el décimo que repetí y el once, fueron mis mejores años de estudiante. Inicialmente empecé a estudiar para agradar a mis padres, sobre todo a mi madre. Pero luego las recompensas que vienen con las buenas notas, la sensación de orgullo, de satisfacción, de sentirse uno capaz, sensación que no había experimentado plenamente sino hasta ese momento, se convirtieron en la principal fuente de motivación. Estudiaba entonces, para agradar a mis padres y porque era chévere ser bueno y estar entre los mejores.

Después de tantos años tengo razones muy diferentes para seguir estudiando. Ya no estudio para mis padres, ni estudio para ser profesional y ganar dinero, ni estudio para nada de eso. Estudio porque me gusta, porque es chévere aprender, porque es bonito y satisfactorio. Pero claro, eso digo yo ahora después de un largo proceso y una vida llena de vericuetos. Algunos estudian para ganar mucho dinero, otros estudian para estar a la altura de otros, para que no los señalen como ignorantes, para que no los rebajen de estatus o para ganar estatus. Esas son las principales razones por las que la gente estudia. Algunas personas no estudian una profesión técnica porque creen que eso es rebajarse, que eso es para los obreros, para la gente de estrato bajo. Con el tiempo se hacen profesionales y se sienten más por serlo. Si se encuentran con un técnico que gana más dinero, no sólo se dicen a sí mismos que la vida es injusta, sino que se consuelan pensando que, en todo caso, tienen más estatus social que él. Y los técnicos se consuelan a sí mismos viendo que sus logros económicos son mucho mayores que los de la mayoría de profesionales aunque sepan que la cuestión de estatus la tienen perdida.

Sin embargo, la mayoría de investigadores, ingenieros, médicos, matemáticos, lingüistas, psicólogos, inventores que han pasado a la historia, han tenido motivos distintos del estatus y el dinero para hacer lo que hicieron. Puede que hayan tenido también esos motivos, pero el principal motivo no fue otro que el hecho de que les gustaba estudiar, investigar, aprender. Y se deleitaban viendo cómo ellos entendían algo más sobre ese mundo: asomarse al mundo y comprenderlo en todas sus facetas, desde todos los ángulos, en toda su complejidad, esa era su ambición; asomarse al mundo y leer cada evento, encontrarle un lugar, un puesto y un significado a cada cosa, ese es un deleite de orden superior que pocos tienen y alcanzan. Pero esto no le dice nada a quien no lo haya experimentado y la única forma de experimentarlo es transitar el largo camino que lleva del estudiar porque me toca, porque me lo imponen, porque me obligan, del estudiar por plata, para ser alguien importante y reconocido, al estudiar por el gusto de aprender y comprender. Sólo cuando se tiene esa experiencia, cuando se quiere que otros la tengan, se tiene la mayor razón, el mayor motivo para enseñar.

Uno quisiera que todos estudiaran por el gusto de estudiar y de aprender y, sin embargo, es difícil que la mayoría de la gente lo haga por esos motivos. Casi todos llegan al punto de estudiar por dinero o por estatus. Uno podría preguntarse… Si lo que le interesa a la gente es hacer dinero ¿por qué no se dedican al narcotráfico? Si el narcotráfico fuera legal, si no implicara persecuciones, matanzas, riesgos, incertidumbre constante, dolores de todo tipo y siguiera siendo un negocio rentable muchos serían narcotraficantes. No lo son porque no es fácil serlo, porque eso es para gente que ha tenido una vida muy diferente a la de uno. Generalmente desde niños estuvieron metidos en el mundo del hampa o formaron parte de algún grupo, legal o ilegal, en el que la astucia, el engaño y el uso de los medios coercitivos eran parte de su día a día. Un narcotraficante es un tipo que, pese a no haber pasado por un colegio más de tres u ocho años, tiene un conjunto de habilidades y conocimientos que ha adquirido mediante la experiencia propia y ajena. Debido a que ha estado desde tempranos años en el mundo de la ilegalidad tiene muchos contactos, conoce a mucha gente, sabe quién es quién y cómo moverse. Si una persona adulta, digamos, de 30 años, que jamás ha estado en contacto con ese mundo, quisiera meterse en él, sería fácilmente eliminada, sería como si un psicólogo compitiera con un ingeniero para ver quién hace el mejor puente.

La otra vía es la política. Muchos quieren ser políticos para tener mucho más dinero, poder y prestigio que otros. Pero los buenos políticos, al igual que los narcotraficantes, suelen meterse en el cuento desde jóvenes. Sin embargo, no son perseguidos por la ley de la forma en que lo son los narcotraficantes a menos que sean condenados o procesados por corrupción u otros delitos. No está prohibido ser político, en cambio, sí lo está ser narcotraficante. El político está dentro del establecimiento y por esa razón tiene más ventajas que el narcotraficante, excepto cuando éste es más poderoso que el estado mismo. ¿Por qué entonces no todos son políticos? Todos quieren serlo, pero eso no es tan fácil. La carrera suele ser larga y mucho más difícil cuando uno no pertenece a familias prestantes. Cuando se trata de cargos de elección popular el riesgo de fracaso es alto y siempre se ponen muchos recursos e intereses en juego. Perder en política no es como perder un partido de fútbol del barrio; uno queda endeudado materialmente y la moral puede quedar destrozada. Suele ser difícil levantarse de las derrotas electorales, sobre todo de las de los más altos cargos. 

La vida del político o del narco es muy incierta y ser exitoso en esos ámbitos es extremadamente difícil, pero a los que les va bien, les va muy bien, aunque casi todos los narcos terminen muertos o en la cárcel y casi nadie llegue a ser un político poderoso. Por eso la mayoría de los mortales elegimos caminos más seguros. Algunos se hacen funcionarios públicos ya sea a punta de méritos o a punta de explotar sus amistades políticas. Otros se vinculan a la empresa privada como empleados, o se vuelven empresarios, o heredan las empresas de sus familiares. Para algunos de esos oficios se necesita estudiar, para otros no. Para administrar una finca mediana no se requiere mucho estudio, de hecho, no se requiere estudiar casi nada. Para administrar un hato ganadero con miles de reses, tal vez no se requiera estudio, pero se requiere de mucha experiencia y ésta se adquiere normalmente a través de otros, mediante ensayo, error y corrección. Algunos adquieren los conocimientos estudiando y otros sin estudiar, en la práctica. La palabra “estudio” aquí significa ir a un sitio donde hay unos profesores que se supone que tienen un conocimiento que transmiten, o que diseñan unos ejercicios para desarrollar habilidades que luego serán certificadas y puestas en práctica. O sea, mucha gente aprende a hacer grandes negocios sin necesidad de ir a esas instituciones y sin necesidad de tener esos certificados. Algunos han aprendido de otros que, sin ser profesores de colegio o universidad, son expertos en el tema, son profesores que no han estudiado para ser profesores, pero que en la práctica lo son. A veces esos profesores informales son nuestros padres, amigos o familiares más cercanos.

A muchos les ha tocado lanzarse al ruedo sin tener una guía, les ha tocado aprender por ensayo y error. Ensayo y error. Esa es una forma de aprendizaje que no requiere de profesores. Todos podemos aprender así. Esa forma de aprendizaje es importante, pero sólo es conveniente cuando no hay de otra, cuando no hay quién nos enseñe o cuando es un campo que nadie nunca ha explorado. Aprender a través de otros suele ser más práctico, nos economizamos tiempo y esfuerzo. Piénsese no más si en lugar de enseñar a escribir a los niños los dejáramos para que ellos a fuerza de ensayo y error aprendieran a escribir. Seguramente ninguno de ellos aprendería, a menos que la necesidad práctica se los impusiera. Y si tuvieran que aprenderlo sin maestros tardarían mucho más tiempo en hacerlo, tendrían que observar cómo la gente que sabe escribir lo hace, establecer correlaciones, hacer ensayo y error, en fin. Y si nadie supiera escribir pasarían millones de años para que se redescubriera la escritura. En los doce o quince años que uno pasa en el colegio uno adquiere el conocimiento que a la humanidad le ha costado construir en millones de años. En realidad, es práctico aprender de otros, es más práctico que nos enseñen.

Entonces, ¿por qué estudiamos? Y repito que estudio aquí significa ir a una institución a aprender lo que los profesores nos ofrecen. Si a uno le interesa un área específica, es mucho más práctico aprenderla de una persona que es experta, uno se ahorra mucho tiempo y cuando ha adquirido de esa persona todo lo que debe saber comienza por sí solo el camino hacia la incertidumbre: el camino del ensayo y el error.

Pero en los colegios vemos materias que no nos gustan, que no nos interesan. Yo vi química en el colegio y era el mejor, pero casi nunca la volví a ver el resto de mi vida. Ya se me olvidó casi todo lo que vi. ¿Para qué me sirve entonces ese conocimiento fuera de ser una persona más culta? ¿Para qué estudié química? No puedo decir que en mi caso no me ha servido para nada. Aunque no recuerdo bien en qué consiste el proceso de la fotosíntesis, sé que ese proceso se da y sé que las plantas no crecen por una energía mística e inexplicable sino por una simple transformación de energía. Mi concepto de energía no es el concepto místico, ni mágico-religioso. Es energía física y químicamente explicable. Me ha servido, al menos, para liberarme de creencias supersticiosas. Pero habrá quien ni para eso le haya servido. ¿Por qué entonces vemos en los colegios materias que quizás nunca más volvamos a ver?

Hagamos un razonamiento. Supongamos que yo no he probado el helado de chocolate y alguien me pregunta si me gusta el helado de chocolate. ¿Podría yo decir si me gusta o no si jamás lo he probado? Realmente no. Sólo podría decirlo si lo he probado. No puedo saber qué me gusta si previamente no lo he probado. Puedo decidir no probarlo por otras razones pero jamás podré decir que lo rechazo porque su sabor me parece desagradable. Es como rechazar la marihuana. Yo jamás la he probado pero no porque no me guste desde el punto de vista de la experiencia (jamás la he tenido), sino porque no es aceptado por la sociedad y quien lo hace suele cargar con un estigma social difícil de superar. Claro, hay otras razones, unas podrán ser morales, otras podrán ser de salud, en fin, pero jamás podré decir que no lo hago porque sus efectos me son desagradables.

Este argumento podría aplicarse al estudio. ¿Cómo sé yo que no quiero ser químico si no sé ni siquiera en qué consiste la química? Un estudiante de décimo que ha visto dos meses de química podría replicar: pero es que yo ya sé lo que es la química y no me gusta. Yo creo que la mayoría de veces no se trata de que conozca la química y no le guste, sino se trata de razones tan triviales como que no le cae bien el profesor, que le cuesta trabajo comprender (por lo cual la materia se vuelve muy frustrante) o que el profesor no ha sabido promocionar su materia. Cuando uno entiende algo, cuando uno es bueno en algo, le suele gustar. Y casi todos, cuando nos proponemos entender algo lo logramos. Casi que me siento tentado a decir que a cualquiera que comprenda la química le gusta la química. Y no sólo con la química sino con todas las demás materias.

Así que echémosle la culpa a otras cosas, menos a la materia. Se presenta ahora otro razonamiento. Bueno, sí, es cierto, supongamos que le metemos el diente a todas las materias y resulta que todas nos gustan. Pero seguramente lo que decidamos hacer de ahí en adelante tendrá como consecuencia el olvido de alguna de esas materias. ¿Para qué las estudiamos entonces si no las íbamos a utilizar? Es cierto. Sin embargo, no sabíamos si las íbamos a utilizar o no, primero teníamos que experimentarlas y luego decidir. Si nos gustaran todas las materias nuestras decisiones no tendrían nada que ver con el gusto sino con cuál nos gusta más, cuál se nos facilita más, también entrarían en consideración el status y el dinero, en fin. Dejaríamos de ver las otras no por falta de gusto, sino por falta de tiempo, por cuestiones prácticas.

Algunas habilidades y algunos conocimientos que vemos en el colegio son fundamentales para la vida: aprender a leer y a escribir, aprender a sumar y a restar, los valores, las normas de comportamiento, ubicarse en el espacio, en fin.  Otras, en cambio, no las utilizaremos jamás. Pero como montar en bicicleta (hace años que no monto en ella), podremos recordar con alegría aquella experiencia y tal vez algún día, por alguna circunstancia del destino, esa experiencia nos resulte útil.

En conclusión tenemos y pasamos por distintas etapas cuando estamos en el colegio. Las razones por las que vamos allí son variadas, lo mismo que las razones por las que aprendemos. En general, es mejor ir al colegio porque es práctico, es decir, sabemos más en menos tiempo y haciendo menos esfuerzo. Vemos materias diversas, unas cuyos conocimientos y habilidades nos serán útiles para el resto de nuestra vida y otras que jamás aplicaremos ni volveremos a revisar. Si nos lo proponemos todas esas materias podrán gustarnos independientemente de si las vamos a aplicar en el futuro o no. Las vemos para que podamos explorar nuestras habilidades y escoger la que más afinidad tenga con nosotros, también para potencializarlas y ampliar nuestra visión. Podemos aprender las mismas cosas sin asistir a un colegio, sólo que será más demorado y no tendremos un certificado lo cuál en el mundo nos puede acarrear muchas dificultades. Vamos al colegio para aprender un oficio con el cuál ganarnos la vida y vivir bien, vamos al colegio a estudiar porque nos obligan, pero también estudiamos para sentirnos más que otros o igual que otros, o para que otros sean felices, estudiamos porque es rico aprender, estudiamos para resolver un problema o un conjunto de problemas que nos interesan, estudiamos para que la sociedad pueda seguir funcionando, estudiamos porque resulta más práctico. Si nada de eso nos mueve, no estudiamos nada.