viernes, 12 de agosto de 2011

Los Argumentos a favor de la existencia de Dios

La importancia de la demostración de la existencia de Dios

Todas las culturas tienen palabras para referirse a seres sobrenaturales, muy poderosos, a los que les atribuyen, entre otras cosas, la creación de la vida y del universo. Algunas de esas culturas creen fervientemente, además, en la existencia de seres de ese tipo. De hecho, sólo un reducto, un sector muy pequeño de la población humana, puede decir con sinceridad que no cree en ellos. Los dioses, o lo que se cree de los dioses, son de apariencia diversa. Algunos tienen forma humana (antropomorfos); otros tienen forma animal (zoomorfos); otros toman la forma de objetos tales como los volcanes, el viento o el océano; también los hay carentes de forma (amorfos). Algunas sociedades creen en varios dioses (politeísmo) y otros sólo en uno (monoteísmo). Independientemente de cuál sea la creencia, estos dioses cumplen funciones diferentes. En efecto, no sólo son los creadores del universo; también son causantes de la calamidad y de la enfermedad, del bienestar y de la prosperidad; son los que diseñan las leyes, las normas y las costumbres, los que vigilan su cumplimiento y aplican los castigos; son protectores, personas que brindan consuelo o dan compañía, o son enemigos, destructores y malhechores. Piénsese por un momento que el mundo se vuelve ateo. ¿A quién recurrirían los solitarios? ¿Quién nos protegería de los asaltantes? ¿En quién confiaríamos ante la incertidumbre? ¿Quién le haría frente a las cosas que los hombres no pueden resolver por sí mismos? No cabe duda de que, al menos por un tiempo, el mundo sería un caos, la maldad y la depresión se apoderarían de muchos de nosotros; de ahí que demostrar la existencia de dios sea para algunos una cuestión tan importante.

La idea cristiana de Dios

Para el occidental cristiano sólo hay un dios y éste es a la vez uno y trino. Cómo puede ser una misma persona tres a la vez es uno de los misterios de la iglesia cristiana. Sin embargo, los cristianos se consideran monoteístas y tienen diversos nombres para su dios: “Jehová,” “Yahvé,” “el padre,” “el hijo,” “el espíritu santo,” “Cristo,” “Jesucristo” o simplemente “Dios.” Los cristianos orientales también tienen estas creencias, pero no aceptan la autoridad papal, al igual que los cristianos protestantes. Para la mayoría de los cristianos, el ser al que llaman Dios es el creador del universo, el dador de las leyes, la persona que los protege de los males o calamidades. Sin embargo, modernamente ha sido cuestionada fuertemente su existencia diciendo que no hay prueba de ella y que los argumentos dados a su favor no son buenos. La mayoría de estos argumentos fueron compuestos en una época en la que no se cuestionaba la existencia de Dios y las pruebas se buscaban sólo por el deseo imperioso de conciliar la fe con la razón. Examinaremos a continuación algunos de esos argumentos, más otros muy populares en nuestra época, a saber: el argumento ontológico, el argumento causal, el argumento de la contingencia, el argumento de los milagros, el argumento de la experiencia mística, el argumento de la utilidad y el argumento teleológico.

El argumento ontológico. Este argumento fue formulado por el filósofo San Anselmo, cuya vida transcurrió en la última centuria del dominio de la dinastía carolingia, en plena época medieval. Siendo fiel a la premisa de los medievales de conciliar fe y razón, intentó dar un argumento a favor de una creencia que aceptamos por fe: la creencia en la existencia de Dios. Este argumento decía así: una cosa que existe es más perfecta que una que no existe; podemos concebir el ser más perfecto de todos; ese ser es Dios; por lo tanto, Dios debe existir, puesto que si no existiera no sería el ser más perfecto de todos. Para los medievales un ser perfecto era un ser que tuviera en grado sumo todas las cualidades consideradas deseables, llamadas por ellos perfecciones. Una de esas cualidades era la existencia y, puesto que Dios es el ser que posee todas las perfecciones, la existencia debe ser una de sus cualidades.

Varias críticas se le pueden hacer a este argumento. En primer lugar está basado en una idea de perfección que no necesariamente todas las personas deben compartir. No todos creerán que las cosas que existen son más perfectas que las que no existen. Es más, puede haber personas que digan que no existir es mejor que existir y desde ese punto de vista el argumento de San Anselmo no funcionaría para los que tuvieran esta creencia.  

Otra crítica afirma que el argumento de San Anselmo es tramposo porque define a Dios como el ser más perfecto de todos y luego, de ahí, deriva que existe. Si yo definiera, por ejemplo, a Siod como el ser más perfecto de todos, sería fácil para mí demostrar la existencia de Siod. A lo anterior, podría responderse que Siod no es más que una forma distinta de llamar a Dios porque sólo un ser posee todas las perfecciones. Pero, entonces, debería demostrarse justamente esto: que sólo un ser posee todas las perfecciones y luego demostrar que ese ser es el mismo que le habló a Moisés y el mismo que murió por nosotros en la cruz.

Tal vez la crítica más fuerte que se le ha hecho al argumento ontológico es que está basado en la idea de que la existencia es una cualidad, siendo que esto no es cierto. Una manera psicológica de ilustrar ese punto es la siguiente: imagínese usted un caballo blanco; ahora imagínese que el caballo cambia de blanco a negro. El cambio es evidente, por eso el blanco y el negro son cualidades. Pero ahora imagínese a un caballo blanco y luego imagínese ese mismo caballo blanco, pero existiendo. ¿Qué cosa ha cambiado en la imagen? Nada, el caballo blanco existente sigue siendo el mismo caballo blanco que imaginamos al principio. La existencia no agrega ninguna cualidad a los objetos, a diferencia del color o de otras cualidades como tener alas o cuernos.   

Pero hay otra manera más elegante de probar que la existencia no es una cualidad. Esta se encuentra inspirada en el análisis lógico contemporáneo de las oraciones. La demostración se la debemos a filósofos como Frege y Russell, aunque Kant, en su Crítica de la Razón Pura ya afirmaba que la existencia no era una propiedad. La demostración es la siguiente: la frase “los unicornios tienen cuernos” se puede parafrasear como “si hay (existe) algo que sea unicornio, tiene un cuerno.” De acuerdo con este mismo análisis, si la existencia es una cualidad, “los unicornios existen” debería traducirse como “si hay (existe) algo que sea un unicornio, este existe” lo cual es una tautología. Pero si esto es así, al decir “los unicornios no existen” estaríamos diciendo “si hay (existe) algo que es unicornio, este no existe” que es una flagrante contradicción. De la misma forma, al decir “Dios existe,” no estamos diciendo “hay algo que es Dios y que existe” pues si ello fuera así podríamos decir “hay algo que es dios y no existe” o sea “existe algo que es dios y no existe” lo cual es contradictorio. Lo único que decimos cuando decimos “los unicornios existen” es “hay  unicornios” y lo único que decimos con “Dios existe” es “hay algo que es Dios.” Así, pues, al decir que algo existe no estamos agregando otra propiedad, tan sólo estamos diciendo que hay algo que tiene ciertas propiedades o cualidades y nada más.  

El argumento causal. Este argumento puede resumirse de la siguiente manera: todo tiene una causa; por lo tanto, el universo tiene una causa; la causa del universo es Dios; por lo tanto Dios existe. Este argumento tiene varios problemas. Pero, el más evidente es el siguiente: si todo tiene una causa, entonces Dios tiene una causa y si Dios tiene una causa ¿Cuál es la causa de Dios? Podríamos, entonces, irnos al infinito preguntando por la causa de la causa de Dios o detenernos en alguna parte. Los defensores de la existencia de Dios pararán en Dios y dirán que Dios es la primera causa, es la causa incausada, la causa que no tiene causa. Sin embargo, si este movimiento es válido, ¿por qué no parar en el Universo en lugar de Dios? ¿Por qué no decir que el universo no tiene causa, que es una causa incausada? Tenemos evidencia de la existencia del universo, pero no tenemos evidencia de la existencia de Dios ¿por qué preferir a este en lugar de aquel?

El otro problema es que la ley todo tiene una causa es aplicable a segmentos del universo y no al universo como un todo. Por ejemplo, si el universo estuviera compuesto de tres bolas de billar, cada una de las cuales al moverse causara el movimiento de la otra, tendría sentido preguntarse por la causa del movimiento de cada bola, pero no parece que tenga sentido preguntar por la causa del universo. Por esa razón, en el caso del universo, la pregunta "¿cuál es la causa del universo?" carecería de sentido y su respuesta no sería necesaria.

El argumento de la contingencia. En la época medieval se conocía este argumento como el argumento del ser necesario y fue Santo Tomás quien lo hizo famoso al recogerlo en sus demostraciones de la existencia de Dios. Para explicar este argumento procederemos mediante analogía. Sin duda hay cosas espaciales, cosas tridimensionales con profundidad, altura y anchura: los vasos, las sillas, los árboles, el cuerpo humano, todas esas cosas son espaciales, todas esas cosas se dan en el espacio. Pero mientras pueden no darse cosas espaciales sin que ello afecte al espacio mismo, la no existencia del espacio implica la no existencia de las cosas espaciales; es decir, si el espacio deja de existir, dejan de existir cosas como los árboles, las mesas, etc., pero si los árboles o todas las cosas espaciales dejan de existir, no por ello el espacio deja de existir. Por eso el espacio es necesario respecto de las cosas espaciales, mientras que estas son contingentes respecto del espacio. De la misma manera sucede con las cosas existentes; éstas se dan en Dios; Dios les confiere la existencia; pero mientras las cosas particulares pueden dejar de ser o de existir sin que esto afecte a Dios, Dios no puede dejar de existir sin que dejen de existir las demás cosas, por lo tanto, Dios es un ser necesario y todo lo demás es contingente. Explicado este punto, el argumento de la contingencia dice así: sin duda hay cosas que existen; y las cosas que existen tuvieron un origen y tendrán un final; pero su existencia les viene de algo; ese algo no puede a veces ser y a veces no ser, pues si dejara de ser, todo lo demás dejaría de ser; ese algo es Dios, por lo tanto, Dios existe.

Las críticas a este argumento son parecidas a las del argumento ontológico. Primero, el argumento presupone que la existencia es una cualidad. Por otro lado, no hay nada que nos garantice que Dios sea el ser necesario, pues podría ser otra cosa no considerada Dios. Finalmente, mientras es comprensible la dependencia de las cosas espaciales respecto del espacio, no es igual de claro que las cosas existentes dependan de otra cosa existente necesaria. La postulación de esa cosa que dota de existencia a las demás cosas pero que no requiere de otras para su propia existencia es innecesaria y, por lo tanto, hasta que no se nos demuestre por qué debemos aceptarla, no tenemos por qué hacerlo.

El argumento de los milagros. Se trata de un argumento muy usado en la vida cotidiana. Según este argumento, Dios existe porque existen los milagros. El asunto es más o menos así: es un hecho que hay eventos sobrenaturales, inexplicables, por ejemplo, la curación de enfermedades incurables o la resurrección. Esos hechos no pueden ser causados por la naturaleza, pues sólo un ser sobrenatural puede causar un evento sobrenatural y ese ser es Dios. Fuera de que no hay nada que garantice que ese ser sea Dios, hay otras críticas que hacerle a este argumento. En primer lugar, se puede criticar que base su argumento en los eventos milagrosos, puesto que milagroso es tan  sólo aquello que no podemos explicar con nuestra actual ciencia. Por ejemplo, en el pasado la lluvia era un evento milagroso, pero hoy en día ya no lo es, pues lo hemos podido explicar. Si en el futuro pudiéramos explicar las curaciones de enfermos terminales o la resurrección sin apelar a Dios, entonces a partir de esos hechos no podríamos inferir la existencia de Dios.

Pero hay un argumento más contundente. Del hecho de que existan milagros no se sigue la existencia de un Dios, sino tan sólo la existencia del milagro. Si un pastor impone sus manos sobre un niño paralítico y este camina, en estricto sentido no podemos decir que Dios lo curó, tan sólo que su curación se dio, no sabemos cómo, después de la imposición de manos sobre su cabeza. Por esa razón y otras, como las que veremos más adelante, el argumento de los milagros es cuestionable.  

El argumento de la experiencia mística. Este argumento es frecuentemente usado por las personas comunes y corrientes, pero fue diseñado en cristianos de tendencia mística como San Agustín. El misticismo era una doctrina cristiana que afirmaba que mediante ciertas prácticas podía tenerse un contacto directo con Dios, aunque la naturaleza de ese contacto no se pudiera describir o expresar. Cuando ese contacto se daba, ocurrían una serie de experiencias maravillosas, sobrenaturales, a las que se les dieron el nombre de experiencias místicas. A partir de esas experiencias se ideó el argumento místico que dice así: yo he tenido unas experiencias de un tipo tan especial, tan sobrenatural, que ninguna cosa de este mundo material pudo habérmelas causado; sólo un ser sobrenatural, especial, pudo haberme causado esas experiencias y ese ser no puede ser otro que Dios.

Al igual que el argumento causal, de la contingencia y el ontológico, no hay nada que nos garantice que el ser que nos produce esas experiencias místicas sea Dios. Pero hay una crítica más fuerte que hacerle a este argumento. Si Dios es el causante de esa experiencia mística, primero debe demostrarse la existencia de Dios. No se puede demostrar la existencia de la causa a partir de su efecto, si previamente no se ha tenido una experiencia de la causa (lo cual también es aplicable al argumento de los milagros). Los místicos experimentan los efectos, pero no experimentan al causante de esos efectos. Si lo experimentaran, el asunto sería diferente y la discusión se trasladaría a la salud mental de los pocos que han visto a Dios (a  menos que todos lo viéramos). Además, modernamente la ciencia ha podido crear experiencias de tipo místico vertiendo sustancias químicas en la sangre. Así, parece que los responsables de las experiencias místicas son los químicos del cerebro cuya aparición inducimos mediante la imaginación y la autosugestión y no la actuación de algún ser sobrenatural sobre nuestra mente.

El argumento de la utilidad. También es un argumento muy usado por la gente. Según ese argumento, existe aquello que sea útil. Y, puesto que Dios es útil, porque las personas que creen en él ajustan más su comportamiento a las normas morales y son más felices, entonces, Dios debe existir. El argumento que afirma la existencia de una cosa a partir de su utilidad puede tener validez en ciertos ámbitos. Por ejemplo, aunque nadie ha tenido la experiencia de partículas subatómicas, postulamos su existencia y sus propiedades porque ello nos sirve, nos es útil, para explicar y predecir otros fenómenos. Pero en el caso de la existencia de Dios el asunto es diferente. No es la existencia de Dios, sino la creencia de que existe (junto con otras creencias más), la que hace que algunas personas cumplan con las normas y sean más felices. Una cosa es la existencia de Dios y otra la creencia en su existencia. Esta última es un fenómeno de tipo mental cuya existencia, desde cierto punto de vista, es incuestionable, en cambio, Dios es un ser fuera de nuestra mente, supuestamente independiente de ella. La existencia de la creencia, sin embargo, no se prueba por su utilidad, sino por otros medios. La utilidad, en este caso, no nos prueba la existencia de la creencia, pero tampoco la existencia de Dios. La existencia de una creencia y de un dios es algo que debe probarse usando otros criterios, no usando la utilidad.

Fuera de eso es también cuestionable la idea de que las personas que creen en Dios son mejores en su comportamiento y son más felices. Colombia es un país muy religioso y, sin embargo, es uno de los más violentos, en los que más se violan los derechos humanos. Holanda es uno de los países menos religiosos y sin embargo, no se ve allá tanta crueldad o violencia como la que se ve en Colombia. De manera que Dios no parece servir para lo que dice el argumento que sirve. Y entonces se plantea uno la pregunta, ¿para qué sirve la existencia de Dios? ¿Qué cosa no podemos hacer sin apelar a esa creencia?

El argumento teleológico o de la finalidad. Este argumento, de raigambre medieval, afirma lo siguiente: todas las cosas tienen un fin o propósito; ese fin o propósito ha sido dado por alguien, por su diseñador, ese diseñador es Dios, por lo tanto Dios existe. Expliquemos este argumento con un ejemplo. Un reloj es un aparato diseñado para cumplir una tarea o un propósito específico: dar la hora. Todas sus piezas están cuidadosamente diseñadas y engranadas para que pueda cumplir a cabalidad su tarea. Pero ese diseño no pudo haberse creado por sí solo, alguien tuvo que diseñarlo teniendo en cuenta el cumplimiento del propósito, en el caso del reloj, ese alguien es el hombre. Ahora bien, también el universo exhibe un orden, tiene elementos que se relacionan entre sí para funcionar de cierta manera. Ese funcionamiento debe tener un propósito. Pero, por un lado, el propósito debió haber sido dado por alguien y, por otro, el orden y organización del universo para el cabal cumplimiento de ese propósito, también debió haber sido dado por alguien. Ese orden no pudo haberse creado sólo, por lo tanto, Dios existe.

En principio podemos pensar que el universo no tiene propósito alguno y también imaginar que su orden no vino dado por alguien externo a él sino que fue creado por la interacción de sus propios componentes siempre existentes. Con esta sola suposición ya ponemos en aprietos al argumento teleológico, puesto que éste considera que todo debe tener un propósito y nosotros no, que toda cosa con un diseño inteligente debe haber tenido un creador igual de inteligente, pero nosotros no creemos eso. Y no lo creemos porque si dios es inteligente, podríamos decir que alguien lo diseñó a él y lo hizo con un propósito, pero, entonces, iríamos hasta el infinito o tendríamos que parar en alguna parte. ¿Por qué parar en Dios si el universo es algo de lo que tenemos suficientes pruebas de su existencia?

El argumento teleológico o de la finalidad llevó a San Agustín a problemas dentro de su sistema filosófico, pues afirmaba que Dios era bueno por naturaleza, no podía ser malo y que, además, tenía mucho poder. Pero también afirmaba que fue el creador del universo y que le dio un propósito y que su propósito era que todo estuviera bien. Resulta, sin embargo, que en el universo hay calamidades, sufrimientos, enfermedades, injusticias, hombres que son víctimas otros hombres, etc. Ese universo fue el diseñado por Dios. Por lo tanto, o la maldad y el sufrimiento no son algo malo, o Dios no es bueno, o no es todopoderoso. Esto era lo que se derivaba del argumento de la finalidad. San Agustín, resolvió el problema apelando a la libertad humana, pero esta cuestión es distinta del asunto de la existencia de Dios.

Ninguno de los argumentos a favor de la existencia de Dios ha tenido éxito. Por eso la existencia de Dios, sigue en entredicho. Esto, sin embargo, ya lo sabía el Apóstol Pablo quien exigía fe. Si fe es creer en lo que no se ve y ver es la prueba reina de todo, entonces, creer en dios por fe, es creer sin pruebas y buscarlas es un error.

jueves, 4 de agosto de 2011

La filosofía de Bertrand Russell

Lógica, matemáticas y lenguaje cotidiano

A pesar de que Russell sintió interés por la filosofía desde muy joven (sobre todo por la filosofía de Leibniz y por la interpretación británica de la filosofía de Hegel) fue sólo después de haber desarrollado su proyecto lógico-matemático, y en estricta vinculación con éste, que dio forma a su filosofía. Al igual que Frege, Bertrand Russell creía que las matemáticas podían ser reducidas a la lógica y por ello dedicó los primeros años de su juventud a dicha tarea. El resultado de ello fue su obra de tres volúmenes Principia Mathematica escrita en conjunto con el también filósofo y matemático Alfred North Whitehead.

Una de las tareas de la reducción consistía en revelar la forma o estructura lógica de los enunciados matemáticos. Ya en esa tarea Russell se topó con varios problemas que discutió con su colega Gottlob Frege mediante correspondencia. A medida que trabajaba en los Principia Mathemática, Russell se fue convenciendo de que la mayoría de dificultades que encontraba en su tarea de reducción se debía a la imprecisión y ambigüedad tanto de las matemáticas como de los lenguajes naturales. Cuando los enunciados de dichos lenguajes eran parafraseados en términos de la lógica, dichas imprecisiones y ambigüedades, imperceptibles en un principio, quedaban reveladas. No era fácil, sin embargo, dar con la paráfrasis adecuada. Por lo general ello implicaba un serio trabajo de reflexión filosófica que, en el caso de Bertrand Russell, dio origen a dos de sus teorías semánticas más importantes, a saber: la teoría referencial de los nombres propios y la teoría de las descripciones.

La teoría referencial de los nombres propios

A lo largo de su carrera como filósofo e intelectual Russell tuvo varios cambios o giros en su pensamiento. En los años en los que escribía los Principia Mathematica aceptaba la distinción de sentido y referencia para las descripciones definidas pero no para los nombres propios, pues, estos, según él, sólo tienen referencia. Las descripciones definidas son expresiones que empiezan con artículos definidos como “el” o “la” seguidas de un término general (o una expresión que pueda funcionar como tal) y que pueden servir  como sujeto gramatical de una oración. Así, son descripciones definidas: “el escritor de 100 años de Soledad,” “el perro de los ojos cafés,” “la mujer vestida de rosado,” etc. Frege aceptaba la distinción sentido-referencia no sólo para estas expresiones sino también para nombres propios como “Sócrates” “Aristóteles” y “Pegaso.” La tesis de Russell en estos años, en cambio, es que la distinción es aceptable para las descripciones definidas, pero inaceptable para nombres propios como los ya ejemplificados.

Sin embargo, más adelante Russell cambiará de posición: por un lado, considerará que expresiones como “Sócrates” y “Aristóteles” no son genuinos nombres propios sino abreviaciones de descripciones definidas (según él las expresiones más parecidas a nombres propios genuinos en nuestro idioma son palabras como “esto” “eso” o “aquello” aunque mantiene su posición de que los nombres propios no tienen sentido sino sólo referencia). Por otro lado, Russell dejará de aceptar la distinción fregeana entre sentido y referencia. No la aceptará para ninguna expresión, ni siquiera para las descripciones definidas. Trataremos de ello más adelante. Por ahora nos concentraremos en la afirmación de Russell de que los nombres propios como “Sócrates” y “Aristóteles” suponiendo que sean propios, no tienen sentido, pero sí referencia. Veamos, pues,  la teoría referencial directa de los nombres propios de Russell.

La discusión se desarrolla en oposición a la visión de Frege. Tanto para éste como para Russell la función de los nombres propios es hacer referencia a un individuo en particular, no a uno cualquiera, sino a uno en especial, uno distinto de todos los demás. Ahora bien, para Frege los nombres propios tienen sentido y a veces referencia, siendo la función del sentido fijar la referencia del nombre en caso de que la haya. Eso significa que los sentidos de los nombres propios deben bastar para seleccionar sólo a un objeto, al único objeto que cumple con los rasgos contenidos en el sentido. Así, pues, el sentido de un nombre propio como “Aristóteles” quedaría expresado en descripciones como las siguientes: “el maestro de Alejandro Magno” o “el inventor de la lógica” o “el alumno de Platón” o “el autor de la Metafísica.” Cualquiera de esas descripciones o la conjunción de todas ellas podría servir para expresar el sentido del nombre “Aristóteles.” Lo importante es que sea suficiente para reconocer al único objeto que cumple con la descripción, si es que existe. En caso de existir dicho objeto, el nombre “Aristóteles” no sólo tendría sentido sino también referencia.

Russell se opone a esa idea. En su opinión, el significado de un nombre propio no puede consistir en su sentido, y tiene varias razones para ello. La más importante es que podría haber más de un objeto que se ajustara a las descripciones que expresan el sentido del nombre, por lo cual éste no cumpliría con su función principal: seleccionar a un objeto en particular. Por ejemplo, la descripción “el alumno de Platón” es una descripción que también es aplicable a Espeusipo. Esa sola descripción, pues, no sirve para reconocer o identificar sólo a Aristóteles caso de que existiera. Y lo mismo podría suceder con todas las demás descripciones de Aristóteles. Siempre será posible que haya dos o más individuos que cumplan con el mismo conjunto de descripciones. De manera que una descripción o un conjunto de descripciones no nos sirve para identificar o reconocer a un objeto y sólo a uno, no nos sirve para fijar la referencia y se supone justamente que la referencia de un nombre propio es una en especial. Por esa razón Russell descarta los sentidos como parte constituyente del significado de los nombres propios, estos sólo tienen referencia y ésta es fijada cuando delante del objeto en cuestión damos su nombre, es decir, cuando al ver a Aristóteles lo señalamos y decimos: “Aristóteles.”

En esta versión, sin embargo, la teoría de Bertrand Russell presenta una dificultad. Aristóteles no existe actualmente y, por lo tanto, si el significado de la palabra “Aristóteles” es su referencia, resulta que esa palabra no tiene significado. Y, por esa razón oraciones como “Aristóteles es un filósofo” carecen también de significado, pues no hay nada a lo que se refiera la palabra “Aristóteles.” Esta dificultad lleva a Russell a un cambio de posición, mencionado más arriba. En su opinión, expresiones como “Aristóteles” no son nombres propios genuinos sino abreviaciones de una serie de descripciones. Pero las descripciones NO son nombres propios y por lo tanto su significado NO es su referencia. De ello se deriva que el significado de expresiones como “Aristóteles” no es su referencia, pues, en realidad, no son genuinos nombres propios. Ahora bien, si “Sócrates,” “Aristóteles,” “Pegaso,” etc., no son genuinos nombres propios ¿qué expresiones, en opinión de Russell, sí lo son? Según él lo más parecido a nombres propios en nuestro lenguaje son expresiones como “esto” “eso” “aquello” etc., puesto que siempre que usamos esas expresiones no sólo está garantizada la existencia del objeto indicado con ellas, sino que no nos estamos refiriendo a ninguna otra cosa. El significado de esas expresiones, cuando las usamos, es su referencia en el momento en que las usamos y nada más. La consecuencia de esto es que si un nombre no tiene referencia entonces no tiene significado y las oraciones en las que el nombre aparece carecen de significado. Esta concepción de Russell ha recibido fuertes críticas por otros filósofos del lenguaje, pero constituye una parte medular de su filosofía.


La teoría de las descripciones

La afirmación de Russell de que expresiones como “Sócrates” o “Aristóteles” son abreviaciones de descripciones lo dejan muy cerca de la posición fregeana de que el sentido de dichas descripciones constituye el sentido de aquellas expresiones. La diferencia entre ambos, al menos hasta este punto, es la siguiente: para Frege expresiones como “Sócrates” y “Aristóteles” son nombres propios genuinos y sus sentidos, que son los de las descripciones asociadas con ellos, bastan para fijar sus referencias. Para Russell los sentidos de expresiones como “Sócrates” y “Aristóteles” son los sentidos de las descripciones que dichas expresiones abrevian, al igual que para Frege, pero esos sentidos no bastan para fijar la referencia de dichas expresiones. Por esta última razón aquellas expresiones no pueden ser consideradas nombres propios genuinos sino descripciones encubiertas.

Hasta aquí Russell acepta la distinción sentido-referencia, sólo que considera que los genuinos nombres propios no tienen sentido sino sólo referencia. Más adelante, sin embargo, Russell rechazará la distinción fregeana de sentido y referencia para todas las expresiones, incluyendo las descripciones, y lo hará mediante su teoría de las descripciones definidas.

Ya sabemos lo que es una descripción definida. También sabemos las razones por las cuáles Frege crea la distinción entre sentido y referencia, a saber, para explicar las diferencias entre oraciones como las siguientes:

1. “El autor de 100 años de Soledad es colombiano”
2. “El premio nobel de literatura del año 1982 es colombiano”

Aunque ambas oraciones se refieren a la misma persona: Gabriel García Márquez, tienen diferencias semánticas relativas a sus sentidos. El sentido de la descripción “El autor de 100 años de Soledad” es distinto del sentido de la descripción “El premio nobel de literatura del año 1982.” Por eso, aunque ambas oraciones se refieren a lo mismo no significan lo mismo y la razón por la que no lo hacen NO se debe a su referencia sino a sus sentidos. Frege, además, considera que descripciones como las que acabamos de mencionar son términos singulares que funcionan de la misma manera que los nombres propios: su función principal es referirse a un individuo en especial, por eso para él esas oraciones son singulares. En caso de que no haya dicho individuo, el enunciado total no se referiría ni a lo verdadero ni a lo falso, simplemente no tendría referencia.

En la nueva concepción de Russell las descripciones definidas no son términos singulares cuya referencia, caso de que la hubiera, fuera un objeto en particular, sino expresiones complejas que afirman la existencia de un sólo objeto al cual se aplican los rasgos recogidos en la descripción, pero sin especificar a cuál de todos esos objetos se aplican esos rasgos. He ahí la primera diferencia con Frege. Así, las descripciones de las oraciones 1 y 2 no refieren a un objeto en particular, apuntan a uno pero no especifican con exactitud a cuál. La primera nos dice que hay alguien que escribió la novela 100 años de soledad y que sólo una persona en el universo cumple con esas características, pero no nos dice cuál, deja sin especificarnos cuál. Lo mismo con la segunda: nos dice que hay alguien que ganó el premio nobel de literatura en 1982 y que sólo una persona ganó ese nobel en ese año, pero no nos dice cuál de todas. Para saber cuál tendríamos que ver a esa persona, tendríamos que conocerla o haberla conocido directamente, pero la sola descripción no nos basta.

La segunda diferencia que tiene Russell con Frege a partir de su teoría de las descripciones es que para dar cuenta de la diferencia que hay entre las descripciones de las oraciones 1 y 2 no se requiere para nada de la distinción sentido-referencia. Las oraciones 1 y 2 serían diferentes, según Russell, no porque el sentido de sus descripciones sea distinto, sino porque las partes que componen a ambas descripciones son diferentes. Con ellas sucedería algo análogo a lo que sucede con las expresiones: “criatura con corazón” y “criatura con riñón.” Ambas expresiones se refieren a las mismas cosas (los mismos animales) pero difieren, según Russell, no en sus sentidos, sino en el hecho de que la palabra “corazón” cuando aparece sola se refiere a una parte del cuerpo diferente a la que se refiere la palabra “riñón” cuando aparece sola. Así, pues, las descripciones de las oraciones 1 y 2 refieren a lo mismo, pero se distinguen no porque tengan sentidos diferentes, sino porque sus partes componentes por si solas refieren a cosas distintas; en efecto, una cosa es ser el autor de un libro y otra ser el ganador del premio nobel.

La teoría de las descripciones de Russell se distingue también de la de Frege en el análisis de otras oraciones que tienen descripciones y que Frege no consideró con detenimiento. Por ejemplo: “el rey de Colombia” o “el hombre que escribió la Biblia” En el primer caso no hay un individuo que sea rey de Colombia. En el segundo caso hay más de un hombre que escribió la Biblia. Para Frege un enunciado como “El rey de Colombia es moreno” no se referiría ni a lo verdadero ni a lo falso porque no hay un individuo al que corresponda la descripción “el rey de Colombia.” Pero esto es porque para Frege las descripciones son términos singulares. En cambio, para Russell dicha descripción no es un término singular sino uno general que puede expresarse mejor así: “hay alguien que es rey de Colombia y sólo uno lo es” Así, pues, una oración como “el rey de Colombia es moreno” puede parafrasearse como “hay alguien que es rey de Colombia y sólo uno es rey de Colombia y, además, es moreno” este enunciado es falso porque no hay un rey en Colombia; por esa misma razón el primer enunciado es falso. En cambio para Frege el primero no era ni verdadero ni falso. Por otro lado, una descripción como “el hombre que escribió la Biblia” sería parafraseada por Russell como “hay un hombre que escribió la Biblia y sólo uno escribió la Biblia…” Así el enunciado: “el hombre que escribió la Biblia es barbado” sería falso porque es falso que un sólo hombre haya escrito la Biblia. En cambio, en la versión de Frege no habría manera de comprender ese enunciado.

Aplicación de la teoría de las descripciones

Tanto en el caso de los nombres propios como en el caso de las descripciones el lenguaje nos lleva, según Bertrand Russell, a confusiones. Los nombres propios del lenguaje cotidiano no son en realidad nombres propios y las descripciones definidas no son en realidad términos singulares. Pero el lenguaje cotidiano nos hace creer que es así y ello nos lleva a enredos que la filosofía debe deshacer. Uno de esos enredos es el famoso argumento ontológico. Según este argumento Dios existe porque es el ser más perfecto y existir es más perfecto que no existir. El argumento parece presuponer que “existe” es una propiedad y que el ser al que nos referimos con el nombre “Dios” tiene esa propiedad. El análisis de Russell lleva el siguiente curso:

Si “Dios” es un genuino nombre propio con significado entonces tiene referencia y no es la abreviatura de una descripción. Ahora bien, si tiene referencia, significa que Dios existe y decir que “Dios existe” es redundante. Por otro lado, decir “Dios no existe” sería contradictorio, sería tanto como señalar a un perro que estamos viendo y decir que no existe. En ambos casos el argumento ontológico sería innecesario. Es obvio, sin embargo, que no podemos señalar a Dios, nadie lo ha visto ni lo conoce directamente. Eso significa entonces que “Dios” no tiene referencia y que, por lo tanto, “Dios existe” no tiene significado, es absurdo. Así, pues: o “Dios existe” no tiene significado o tiene significado pero “Dios” no es un genuino nombre propio sino una descripción encubierta.

Por otro lado, si “Dios” es una descripción encubierta entonces puede parafrasearse como “ser todopoderoso, omnisciente, omnipresente” y si la existencia es una propiedad, entonces “Dios existe” se parafrasearía como “hay un único ser que es todopoderoso, omnisciente, omnipresente y ese ser existe” lo cual es redundante. Por otro lado, “Dios no existe” sería ambiguo, pues, podría parafrasearse como: “hay un único ser que es todopoderoso, omnisciente, omnipresente y ese ser no existe” que es autocontradictorio (pues dice que hay un ser que es dios y luego dice que ese ser no existe); o como: “no hay un único ser que sea todopoderoso, omnisciente, omnipresente y que exista” que es redundante y afirma la existencia de más de un Dios. Todas estas complicaciones se derivan, en opinión de Russell, de suponer que la existencia es una propiedad.

Por las anteriores razones Russell considera que “existe” no es una propiedad. La consecuencia inmediata de ello es que no puede incluirse la existencia entre las propiedades más perfectas y, por lo tanto, que la frase es mejor existir que no existir no tiene significado pues diría algo así como “es mejor que haya algo QUE a que no haya algo QUE” en ambos casos se trata de una expresión incompleta equivalente a una oración como “Juana va hacia” si no digo hacia dónde va Juana, no he dicho nada. Finalmente, Russell pone de relieve que tomar “Dios” como una descripción encubierta complica las traducciones. Considera que “dios” no es ni una descripción, ni un nombre propio, sino un término general. Así, la mejor paráfrasis para “dios existe” es simplemente “hay algo que es dios” en donde la palabra “existe” queda recogida en la expresión “hay” y la expresión “dios no existe” dirá simplemente “no hay un ser que sea dios” que significa simplemente que no hay dioses.  

Atomismo Lógico, Conocimiento Directo y Conocimiento por Descripción.

Encontrar tantas dificultades en la tarea de traducción (paráfrasis) del lenguaje matemático y cotidiano al lenguaje lógico hizo que Russell se hiciera a la idea de que ambos lenguajes eran imperfectos. Esta idea lo llevó a pensar, entonces, en los rasgos o características de un lenguaje perfecto. La cuestión para él era importante, pues, en la medida en que los rasgos de ese lenguaje quedaran bien delimitados, también lo quedaba la estructura del mundo. Su respuesta fue: un lenguaje perfecto es uno que contenga los símbolos de la lógica y cuyos predicados y nombres no sean ni vagos ni ambiguos, es decir, sólo tengan un significado. Clasificó las oraciones en tres: las singulares, también llamadas proposiciones atómicas por ser las más simples, compuestas de un nombre y un predicado, y las generales, entre las cuales incluyó las oraciones que contienen descripciones, las oraciones existenciales y las de cuantificación universal en cualquiera de sus versiones (negativas, afirmativas, con predicados simples o relacionales). Todas estas oraciones, a su vez, se combinaban con otras para formar otras más complejas (proposiciones moleculares), pero en últimas todas ellas debían reducirse o estar vinculadas de algún modo con oraciones singulares.

Del mismo modo que ocurría con las oraciones, pensaba Russell que ocurría con la realidad. Debe haber una serie de hechos básicos, hechos atómicos, que se combinen según ciertas reglas (reglas lógicas) para dar lugar a los demás hechos (esta es la tesis fundamental del atomismo lógico). Los hechos atómicos eran, pues, expresados por las proposiciones atómicas y compartían con ellas, como lo diría Wittgenstein en el Tractatus, la forma lógica. Faltaba, sin embargo, por aclarar el estatuto de un hecho atómico y esto sólo podía hacerse mediante el análisis de las proposiciones atómicas. Si una proposición atómica está compuesta por un nombre y un predicado ¿a qué hace referencia el nombre?, ¿de qué cosa es atributo el predicado?, ¿qué clase de entidad es esa cosa?

De nuevo aquí Russell opone un lenguaje ideal a un lenguaje cotidiano. Una oración como “Carlos es moreno” podría tomarse como una proposición atómica, sin embargo, en opinión de Russell no lo es, porque el nombre que forma parte de una proposición atómica hace referencia a un objeto conocido directamente, mientras que los nombres usados en oraciones como “Carlos es moreno” son en realidad abreviaciones de descripciones definidas. Siendo esto así, se presentan dos preguntas: la primera, ¿a qué hacen referencia los genuinos nombres propios? y la segunda, ¿a qué hacen referencia los nombres del lenguaje cotidiano o a qué clase de cosas se aplican los predicados del lenguaje cotidiano y de la ciencia? La respuesta a la primera pregunta es inequívoca para Russell: los genuinos nombres propios hacen referencia a datos sensoriales y sólo a ellos. La respuesta a la segunda no es clara, pues a veces Russell sostiene una postura realista afirmando que los nombres propios y los predicados del lenguaje cotidiano y de la ciencia hacen referencia a objetos externos de existencia independiente; y a veces sostiene una postura fenomenalista afirmando que dichos objetos no son más que construcciones teóricas a partir de datos sensoriales (lo único verdaderamente existente) y que, por lo tanto, sus nombres no son más que abreviaciones de descripciones definidas que recogen dichas construcciones.

Como consecuencia de los problemas ontológicos antes expuestos, a Russell se le presentan los problemas de corte epistemológico. ¿Cómo podemos conocer la referencia de un genuino nombre propio? ¿De qué modo conocemos los objetos a los que se hace referencia en el lenguaje cotidiano o en las teorías científicas? La respuesta a estas preguntas está basada en la famosa distinción epistemológica, hecha por él, entre conocimiento directo o por contacto y conocimiento indirecto o por descripción.

Según Russell, una cosa es saber que una y solo una cosa cumple con ciertas características, y otra cosa es saber cuál es esa cosa. Podemos saber lo primero sin saber lo segundo. En las descripciones definidas sabemos que una y sólo una cosa cumple con la descripción, pero no por ello sabemos cuál es. Para saber cuál es esa cosa no basta con saber que dicha cosa existe y que cumple con la descripción, debemos, además, tener un contacto directo con ella, mejor dicho, debemos tener una experiencia sensorial de ella. Por lo tanto, una cosa puede ser conocida, según Russell, de dos maneras: una, teniendo una experiencia sensorial de ella (conocimiento directo o por contacto) y otra, conociendo una serie de características que sólo ella posee (conocimiento por descripción). La mayoría de nuestro conocimiento de objetos es, según Russell, conocimiento por descripción, pero, según adopte el realismo o el fenomenalismo, cambiará la interpretación y la forma en que comprendemos la noción de objeto en Bertrand Russell.

Desde el punto de vista del realismo, los datos sensoriales son lo único que podemos conocer directamente. Los objetos del mundo externo, según Russell, son conocidos sólo a través de dichos datos, pero tienen una existencia independiente de nuestra conciencia. En ese sentido, dichos objetos son conocidos indirectamente y las palabras que a ellos refieren son, en realidad, abreviaciones de descripciones que, en último término, están relacionadas con datos sensoriales. Así, la verdadera naturaleza de los objetos del mundo externo no nos es accesible directamente sino a través de los datos sensoriales y de las descripciones teóricas que hacemos de esos objetos. 

Desde el punto de vista fenomenalista, también son los datos sensoriales lo único que podemos conocer directamente. Sin embargo, los objetos del llamado mundo externo en realidad no son más que construcciones teóricas. No hay objetos que causen o produzcan las sensaciones desde el punto de vista fenomenalista; estos objetos son más bien producto de una elaboración teórica o conceptual; son un resultado. Conocer dichos objetos no es más que comprender los vínculos que tienen dichas construcciones con lo que nos es conocido directamente, es decir, con los datos sensoriales. Así, los nombres de objetos cotidianos abrevian descripciones que en últimas expresan todo lo que hay que saber sobre los objetos.  

lunes, 18 de julio de 2011

Sobre las intenciones de los filósofos

¿Qué intención, qué propósito o qué pretensión tienen los filósofos cuando hacen filosofía? Bueno, eso depende de muchas cosas. Algunos filósofos indagan, se formulan preguntas, se las responden, cuestionan dichas respuestas, se las aclaran, las reformulan, las abandonan, enriquecen su posición con otras formas de ver el asunto, acuden a la ciencia o a la experiencia propia y/o ajena, se objetan a sí mismos, etc. Otros filósofos simplemente se expresan, dicen lo que sienten, lo que piensan, lo que les sale del alma, su lenguaje es fundamentalmente emotivo y valorativo. Otros quieren, además, cambiar el mundo, la sociedad, así que exhortan a actuar y ejercen una crítica radical contra el status quo. ¿Qué es lo que pretende cada uno de ellos? El uno pretende aclarase las cosas, comprender o, si se quiere, encontrar la verdad. ¿Y el otro? El otro sólo quiere desahogarse, expresarse, decir cómo se siente en un momento dado, cómo ve las cosas. Pero no tiene en ese instante pretensión respecto de los otros, tal vez solo quiere comunicárselo a sí mismo o hacerlo para descansar emocionalmente. ¿Y qué decir de los que quieren una determinada forma de ser de la sociedad? Estos quieren convencer y mover a la acción, ganar adeptos para sus filas y con ellos hacer realidad su idea de sociedad.

Ahora bien, ciertos filósofos, después de una investigación o reflexión quieren comunicar sus ideas de manera organizada, clara y pulida. Entonces escriben. Algunos escriben con el propósito de que otros los lean, los evalúen, los aprueben o los desaprueben según ciertos criterios de evaluación. Estos criterios de evaluación, por lo general, incluyen: que los argumentos sean válidos y las premisas probables o verdaderas (si se trata de una filosofía argumentativa) o que las descripciones se ajusten a la evidencia, a lo que se muestra o se ve (si se trata de una filosofía descriptiva.) Hay otros criterios para evaluar dentro de esta forma de hacer filosofía; por ejemplo, se valora también qué tanto maximiza la comprensión de un asunto cierta reflexión, incluso cuestiones de estilo que son secundarias también son tenidas en cuenta. ¿Qué pretenden los filósofos que así escriben? No pretenden más que ser leídos o escuchados, debidamente comprendidos y honestamente evaluados. Si el resultado de esa evaluación es positivo, bienvenido y si es negativo, habrá que hacer correcciones y ajustes. Esa es una forma de hacer filosofía. Y esas son las pretensiones de cierta forma de hacer filosofía.

Pero, ¿y los otros filósofos, los que escriben para desahogarse? Estos también en algún momento quieren dar a conocer sus escritos. ¿Qué pretenden con ello? Bueno, tal vez, les pareció atractivo lo que escribieron y quieren que otros lo disfruten. Pero tal vez simplemente quieren compartir, que otros los lean, los comprendan y ya. Algo sí parece ser seguro: no les importa ser evaluados en el sentido de si dan un buen argumento o si lo que dicen se ajusta o no a la realidad. Más bien, les interesa dar a conocer su punto de vista, generalmente pesimista, sobre la realidad. No pretenden impactar a nadie y su obra no está hecha con  ese propósito. En caso de que logre algún tipo de impacto, no habrá estado dentro de las intenciones más íntimas de quien escribió el texto. Los filósofos de este tipo sólo quieren que otros los lean, los entiendan y si por ventura los lectores comparten esa misma visión o actitud, pues mejor porque eso significa que habrá identificación, que encontrarán en esos escritos la expresión de sus propios pensamientos y sentirán que no están solos, que hay otros como ellos. Pero, en general, estos filósofos no escriben con el propósito de que todo eso suceda. A este grupo pertenecen también los filósofos optimistas o los de tendencia poética, todos ellos quieren simplemente comunicar su perspectiva y tal vez, sólo tal vez, mover a otros a que la compartan.

Los filósofos comprometidos con la crítica y el cambio de la sociedad se parecen mucho a los primeros en su fase de investigación y reflexión y mucho a los segundos en su fase de comunicación. Su tema central es establecer si ésta es una buena sociedad y, si no lo es, cuál sería una mejor y cómo podría ella lograrse. De esa manera, una buena parte de sus reflexiones tiene que ver con la crítica a la sociedad, que suele ser una forma de preparar la entrada de su propuesta de sociedad. Y ello suele ir acompañado también de exhortaciones, invitaciones a la acción y a la transformación. Estos filósofos también presentan argumentos y contra-argumentos, pero intentar evaluarlos de la misma forma que a los primeros está fuera de lugar porque sus argumentos tienen una intención bien diferente: llevar a una valoración negativa de la sociedad y hacer algo que cambie la situación por una mejor. Nada impide, por supuesto, que dentro de sus argumentaciones haya cuestiones de hecho importantes, pero su lenguaje está emocionalmente cargado y posee valoraciones de tipo ético por doquier. En sus indagaciones preliminares estos filósofos buscan una visión del mundo con la cual comprometerse y por esa razón van de un lugar a otro en un aparente sinsentido. Pero una vez se comprometen, su estilo tentativo cambia para volverse más firme, entonces buscan que los demás se comprometan con lo mismo que ellos eligieron. ¿Qué pretenden estos autores al publicar o comunicar? No sólo quieren ser escuchados. Quieren generar un cambio, una transformación, quieren mover a la acción, quieren que los demás compartan su misma visión del mundo o al menos que despierten una conciencia crítica sobre lo que les rodea. De los tres tipos de filósofos mencionados es este tipo de filósofo el que está más orientado en sus propósitos hacia los demás. El primero espera ser leído, comprendido y evaluado; éste espera ser leído y comprendido, también evaluado (sobre todo en las estrategias o las formas pues los valores, por lo general, no los indaga), pero sobre todo espera que el que lo lea, si es afín, se una a su causa y si es contrario, también. El segundo tipo de filósofo quiere compartir su visión, que otros lo lean y lo comprendan, nada más. Este quiere también compartir su visión pero busca algo más: que la gente se comprometa con esa visión y haga algo. Lo mismo podría decirse de los defensores del status quo, pues proceden de la misma forma, solo que al contrario: encuentran cosas negativas en las propuestas novedosas y resaltan las virtudes de las formas tradicionales.

Por supuesto, la mayoría de filósofos tiene algo de estos tres tipos. En general, sus obras combinan los tres estilos en mayor o menor medida. Ahora bien, ¿cómo abordar a cada uno de los filósofos? Ya sabemos que sólo los primeros esperan ser evaluados, que los tres esperan ser comprendidos y que el tercero, además, quiere mover a la acción. Para entender la filosofía tendríamos que determinar justamente a qué tiende cada filósofo: si a la verdad, si a la expresión, si a mover a la acción. Ahora, para evaluar la calidad de las producciones filosóficas hay muchos criterios, pues se puede evaluar la redacción, la claridad, la coherencia, la verosimilitud, pero también la belleza, el impacto, la efectividad en la persuasión, etc. Un filósofo de la primera tendencia está más interesado en las evaluaciones del primer tipo; el segundo no está muy interesado en la evaluación aunque se le pueda evaluar de muchas formas; el tercero está dispuesto, por lo general, a evaluar las estrategias pero no las intenciones ni los valores que son el marco a partir del cual genera su idea de sociedad.

lunes, 20 de junio de 2011

¿Por qué estudiar?

Me devuelvo a mis épocas de estudiante de colegio. ¿Por qué estudiaba yo? ¿Por qué iba al colegio? ¿Me gustaba ir al colegio? Pero como estudiante pasé por diversas etapas. Si me hicieran las anteriores preguntas en las distintas etapas tal vez daría respuestas diferentes en cada una de ellas.

Si le preguntaran al niño que fui, al que entró en primero de primaria, si le preguntaran a él, él diría que no le gustaba ir. Primero, mamá se iba y pues no me gustaba que ella se fuera y me dejara solo. Segundo, la verdad, la profesora era muy aburridora y por eso no le ponía atención. O tal vez yo tenía déficit de atención, la verdad, no lo sé. En todo caso, sólo recuerdo interminables planas de vocales, consonantes y números, algo de los símbolos de la bandera, el sustantivo y el adjetivo y nada más. La mayor parte me la pasaba dormitando y no recuerdo tener amigos; salía al descanso a consumir mi merienda y cuando terminaba caminaba solo mientras los niños de los cursos más grandes corrían por todo el patio. Pero, ¡icé bandera!!! Sí, aunque no gracias a la maestra de mi colegio, sino a mi mamá, ella era mi verdadera maestra.

La misma respuesta daría si me preguntaran en segundo, tercero, cuarto o quinto grado. Más o menos era la misma situación. Si me preguntaran del sexto que perdí (porque perdí sexto) a grado octavo, yo diría que sí me gustaba ir al colegio y aunque no me molestaba estudiar ni aprender y era bastante descomplicado respecto de la metodología de los profesores y su trato, iba más por el roce social, por compartir, por estar en alguna parte haciendo algo, que por aprender. Cosa distinta ocurrió en noveno y décimo. Ahí sí, no me gustaba ir al colegio, me daba pereza estudiar, leer, hacer tareas o mapas, lo que fuera me daba pereza. Estudiaba en un colegio público. Había profesores muy buenos, muy responsables: la profesora de matemáticas, el profesor de español, la profesora de inglés, la de artes, el de química, el de física, el de dibujo técnico, muy responsables todos ellos. Pero no faltaban los palabreros, los que se dedicaban a contar historias sobre sus vidas e improvisaban las notas y los que ni siquiera iban a clase: el de religión, el de sociales, el de filosofía, la de biología…. en fin. De todas formas yo era un mal estudiante y estaba más interesado en caerle bien a la gente, en conseguir novia, ser popular, aprender a bailar, hacer algo destacado para que la gente se fijara en mí, me tuviera en cuenta, me estimara, que en estudiar un montón de materias que no me decían nada.

Tampoco me decían nada los discursos de mi mamá ni de mi papá. Ambos me dijeron que uno estudiaba no para hacer dinero, sino para ser persona. ¿Ser persona? ¿Qué significaba eso? Bueno, yo entendía algo como que ser persona era ser alguien civilizado, respetuoso de las leyes, buena gente, honesto y trabajador, que obtenía las cosas por la vía buena, que entendía cosas de la vida que no entendía quien no estudiaba. Pero no me preguntaba si eso era útil en algún sentido, ni cómo le aportaba eso a mi vida inmediata. De hecho, no veía cómo podía aportarle a mi vida inmediata, inmersa en esas preocupaciones sociales típicas de la adolescencia: la aceptación, la popularidad, la identidad, el amor, el sexo, el probar cosas diferentes y arriesgadas para ser admirado por la rebeldía, por el arrojo, por lo malo, por lo gracioso, en fin.

¿Por qué, entonces, seguía yendo al colegio? Una vez, cuando estaba perdiendo grado décimo, el profesor de química le dijo a mi madre que lo mejor era que me retirara del colegio, que había estudiantes que iban a aprovechar el cupo mejor que yo. Yo lo apoyé, mi mamá no. Con su tono de madre, con sus dedos apretando mi antebrazo hasta hacerme doler, con sus ojos abiertos y fijos sobre los míos, me dijo entredientes que yo estudiaba hasta cuando ella dijera. El profesor desconocía la difícil situación por la que atravesaba en esos momentos. A parte de mis terribles afanes de adolescencia, tenía que soportar los conflictos de mis padres y el dolor de mi madre, cuya tristeza le robaba la energía para estar mucho más pendiente de mí. Y aún así tenía la suficiente autoridad sobre mí para hacerme estudiar. ¿Por qué seguí estudiando? Porque ella me lo pidió, porque era mi madre, porque si no lo hacía iba a ser mucho más madre, porque era agregarle más sufrimiento a su sufrimiento. No pasé el año, pero seguí estudiando. En esa etapa de mi vida, estudiaba sólo por una única razón: por mis padres.

Y cuando perdí el año, no fue el darme cuenta que había perdido un año de mi vida, no fue el temor de que mi futuro tuviera algo de incertidumbre lo que me hizo recapacitar. Fue el mismo razonamiento que decía: si estudio y me va bien, mi madre es feliz, si mi madre es feliz, yo soy feliz. Cuando volví a repetir grado décimo en otro colegio, llegué con intenciones diferentes, esta vez iba a trabajar, a poner atención, a estudiar primero que todo y más que nada. Empecé a sorprenderme de lo fácil que era estudiar, obtener buenas calificaciones y mantener contento a todo el mundo: a mis padres y a los profesores. Mis padres dejaron de ponerme tantos problemas para salir, empezaron a darme gustos a hacerme regalos, podía ver televisión o jugar con el supernintendo toda la tarde sin que nadie dijera nada. Eso sí, todo eso después de hacer las tareas. Me alegré mucho cuando mi madre recibió el boletín del primer período sin una sola materia perdida y entre los 5 mejores promedios del salón, y, además, sentí una gran satisfacción porque me di cuenta que podía hacer las cosas bien si me lo proponía. También empecé a gozar de los privilegios de ser uno de los mejores estudiantes, no me negaron nunca un permiso (tampoco abuse de mi posibilidad de pedirlos), en más de una ocasión me perdonaron más de una falta, más de una tomada de pelo, más de una travesura de adolescente, porque estaba entre los mejores… Y a mí me gustaba estar entre los mejores. Y no era como Pacho, que era nerdini, come libros, bibliotequero y memorístico. Entendí que podía llevar una vida equilibrada, ser querido, aceptado, ser divertido y travieso, ser amado, al tiempo que cumplía con las expectativas de mis padres. Así, pues, el décimo que repetí y el once, fueron mis mejores años de estudiante. Inicialmente empecé a estudiar para agradar a mis padres, sobre todo a mi madre. Pero luego las recompensas que vienen con las buenas notas, la sensación de orgullo, de satisfacción, de sentirse uno capaz, sensación que no había experimentado plenamente sino hasta ese momento, se convirtieron en la principal fuente de motivación. Estudiaba entonces, para agradar a mis padres y porque era chévere ser bueno y estar entre los mejores.

Después de tantos años tengo razones muy diferentes para seguir estudiando. Ya no estudio para mis padres, ni estudio para ser profesional y ganar dinero, ni estudio para nada de eso. Estudio porque me gusta, porque es chévere aprender, porque es bonito y satisfactorio. Pero claro, eso digo yo ahora después de un largo proceso y una vida llena de vericuetos. Algunos estudian para ganar mucho dinero, otros estudian para estar a la altura de otros, para que no los señalen como ignorantes, para que no los rebajen de estatus o para ganar estatus. Esas son las principales razones por las que la gente estudia. Algunas personas no estudian una profesión técnica porque creen que eso es rebajarse, que eso es para los obreros, para la gente de estrato bajo. Con el tiempo se hacen profesionales y se sienten más por serlo. Si se encuentran con un técnico que gana más dinero, no sólo se dicen a sí mismos que la vida es injusta, sino que se consuelan pensando que, en todo caso, tienen más estatus social que él. Y los técnicos se consuelan a sí mismos viendo que sus logros económicos son mucho mayores que los de la mayoría de profesionales aunque sepan que la cuestión de estatus la tienen perdida.

Sin embargo, la mayoría de investigadores, ingenieros, médicos, matemáticos, lingüistas, psicólogos, inventores que han pasado a la historia, han tenido motivos distintos del estatus y el dinero para hacer lo que hicieron. Puede que hayan tenido también esos motivos, pero el principal motivo no fue otro que el hecho de que les gustaba estudiar, investigar, aprender. Y se deleitaban viendo cómo ellos entendían algo más sobre ese mundo: asomarse al mundo y comprenderlo en todas sus facetas, desde todos los ángulos, en toda su complejidad, esa era su ambición; asomarse al mundo y leer cada evento, encontrarle un lugar, un puesto y un significado a cada cosa, ese es un deleite de orden superior que pocos tienen y alcanzan. Pero esto no le dice nada a quien no lo haya experimentado y la única forma de experimentarlo es transitar el largo camino que lleva del estudiar porque me toca, porque me lo imponen, porque me obligan, del estudiar por plata, para ser alguien importante y reconocido, al estudiar por el gusto de aprender y comprender. Sólo cuando se tiene esa experiencia, cuando se quiere que otros la tengan, se tiene la mayor razón, el mayor motivo para enseñar.

Uno quisiera que todos estudiaran por el gusto de estudiar y de aprender y, sin embargo, es difícil que la mayoría de la gente lo haga por esos motivos. Casi todos llegan al punto de estudiar por dinero o por estatus. Uno podría preguntarse… Si lo que le interesa a la gente es hacer dinero ¿por qué no se dedican al narcotráfico? Si el narcotráfico fuera legal, si no implicara persecuciones, matanzas, riesgos, incertidumbre constante, dolores de todo tipo y siguiera siendo un negocio rentable muchos serían narcotraficantes. No lo son porque no es fácil serlo, porque eso es para gente que ha tenido una vida muy diferente a la de uno. Generalmente desde niños estuvieron metidos en el mundo del hampa o formaron parte de algún grupo, legal o ilegal, en el que la astucia, el engaño y el uso de los medios coercitivos eran parte de su día a día. Un narcotraficante es un tipo que, pese a no haber pasado por un colegio más de tres u ocho años, tiene un conjunto de habilidades y conocimientos que ha adquirido mediante la experiencia propia y ajena. Debido a que ha estado desde tempranos años en el mundo de la ilegalidad tiene muchos contactos, conoce a mucha gente, sabe quién es quién y cómo moverse. Si una persona adulta, digamos, de 30 años, que jamás ha estado en contacto con ese mundo, quisiera meterse en él, sería fácilmente eliminada, sería como si un psicólogo compitiera con un ingeniero para ver quién hace el mejor puente.

La otra vía es la política. Muchos quieren ser políticos para tener mucho más dinero, poder y prestigio que otros. Pero los buenos políticos, al igual que los narcotraficantes, suelen meterse en el cuento desde jóvenes. Sin embargo, no son perseguidos por la ley de la forma en que lo son los narcotraficantes a menos que sean condenados o procesados por corrupción u otros delitos. No está prohibido ser político, en cambio, sí lo está ser narcotraficante. El político está dentro del establecimiento y por esa razón tiene más ventajas que el narcotraficante, excepto cuando éste es más poderoso que el estado mismo. ¿Por qué entonces no todos son políticos? Todos quieren serlo, pero eso no es tan fácil. La carrera suele ser larga y mucho más difícil cuando uno no pertenece a familias prestantes. Cuando se trata de cargos de elección popular el riesgo de fracaso es alto y siempre se ponen muchos recursos e intereses en juego. Perder en política no es como perder un partido de fútbol del barrio; uno queda endeudado materialmente y la moral puede quedar destrozada. Suele ser difícil levantarse de las derrotas electorales, sobre todo de las de los más altos cargos. 

La vida del político o del narco es muy incierta y ser exitoso en esos ámbitos es extremadamente difícil, pero a los que les va bien, les va muy bien, aunque casi todos los narcos terminen muertos o en la cárcel y casi nadie llegue a ser un político poderoso. Por eso la mayoría de los mortales elegimos caminos más seguros. Algunos se hacen funcionarios públicos ya sea a punta de méritos o a punta de explotar sus amistades políticas. Otros se vinculan a la empresa privada como empleados, o se vuelven empresarios, o heredan las empresas de sus familiares. Para algunos de esos oficios se necesita estudiar, para otros no. Para administrar una finca mediana no se requiere mucho estudio, de hecho, no se requiere estudiar casi nada. Para administrar un hato ganadero con miles de reses, tal vez no se requiera estudio, pero se requiere de mucha experiencia y ésta se adquiere normalmente a través de otros, mediante ensayo, error y corrección. Algunos adquieren los conocimientos estudiando y otros sin estudiar, en la práctica. La palabra “estudio” aquí significa ir a un sitio donde hay unos profesores que se supone que tienen un conocimiento que transmiten, o que diseñan unos ejercicios para desarrollar habilidades que luego serán certificadas y puestas en práctica. O sea, mucha gente aprende a hacer grandes negocios sin necesidad de ir a esas instituciones y sin necesidad de tener esos certificados. Algunos han aprendido de otros que, sin ser profesores de colegio o universidad, son expertos en el tema, son profesores que no han estudiado para ser profesores, pero que en la práctica lo son. A veces esos profesores informales son nuestros padres, amigos o familiares más cercanos.

A muchos les ha tocado lanzarse al ruedo sin tener una guía, les ha tocado aprender por ensayo y error. Ensayo y error. Esa es una forma de aprendizaje que no requiere de profesores. Todos podemos aprender así. Esa forma de aprendizaje es importante, pero sólo es conveniente cuando no hay de otra, cuando no hay quién nos enseñe o cuando es un campo que nadie nunca ha explorado. Aprender a través de otros suele ser más práctico, nos economizamos tiempo y esfuerzo. Piénsese no más si en lugar de enseñar a escribir a los niños los dejáramos para que ellos a fuerza de ensayo y error aprendieran a escribir. Seguramente ninguno de ellos aprendería, a menos que la necesidad práctica se los impusiera. Y si tuvieran que aprenderlo sin maestros tardarían mucho más tiempo en hacerlo, tendrían que observar cómo la gente que sabe escribir lo hace, establecer correlaciones, hacer ensayo y error, en fin. Y si nadie supiera escribir pasarían millones de años para que se redescubriera la escritura. En los doce o quince años que uno pasa en el colegio uno adquiere el conocimiento que a la humanidad le ha costado construir en millones de años. En realidad, es práctico aprender de otros, es más práctico que nos enseñen.

Entonces, ¿por qué estudiamos? Y repito que estudio aquí significa ir a una institución a aprender lo que los profesores nos ofrecen. Si a uno le interesa un área específica, es mucho más práctico aprenderla de una persona que es experta, uno se ahorra mucho tiempo y cuando ha adquirido de esa persona todo lo que debe saber comienza por sí solo el camino hacia la incertidumbre: el camino del ensayo y el error.

Pero en los colegios vemos materias que no nos gustan, que no nos interesan. Yo vi química en el colegio y era el mejor, pero casi nunca la volví a ver el resto de mi vida. Ya se me olvidó casi todo lo que vi. ¿Para qué me sirve entonces ese conocimiento fuera de ser una persona más culta? ¿Para qué estudié química? No puedo decir que en mi caso no me ha servido para nada. Aunque no recuerdo bien en qué consiste el proceso de la fotosíntesis, sé que ese proceso se da y sé que las plantas no crecen por una energía mística e inexplicable sino por una simple transformación de energía. Mi concepto de energía no es el concepto místico, ni mágico-religioso. Es energía física y químicamente explicable. Me ha servido, al menos, para liberarme de creencias supersticiosas. Pero habrá quien ni para eso le haya servido. ¿Por qué entonces vemos en los colegios materias que quizás nunca más volvamos a ver?

Hagamos un razonamiento. Supongamos que yo no he probado el helado de chocolate y alguien me pregunta si me gusta el helado de chocolate. ¿Podría yo decir si me gusta o no si jamás lo he probado? Realmente no. Sólo podría decirlo si lo he probado. No puedo saber qué me gusta si previamente no lo he probado. Puedo decidir no probarlo por otras razones pero jamás podré decir que lo rechazo porque su sabor me parece desagradable. Es como rechazar la marihuana. Yo jamás la he probado pero no porque no me guste desde el punto de vista de la experiencia (jamás la he tenido), sino porque no es aceptado por la sociedad y quien lo hace suele cargar con un estigma social difícil de superar. Claro, hay otras razones, unas podrán ser morales, otras podrán ser de salud, en fin, pero jamás podré decir que no lo hago porque sus efectos me son desagradables.

Este argumento podría aplicarse al estudio. ¿Cómo sé yo que no quiero ser químico si no sé ni siquiera en qué consiste la química? Un estudiante de décimo que ha visto dos meses de química podría replicar: pero es que yo ya sé lo que es la química y no me gusta. Yo creo que la mayoría de veces no se trata de que conozca la química y no le guste, sino se trata de razones tan triviales como que no le cae bien el profesor, que le cuesta trabajo comprender (por lo cual la materia se vuelve muy frustrante) o que el profesor no ha sabido promocionar su materia. Cuando uno entiende algo, cuando uno es bueno en algo, le suele gustar. Y casi todos, cuando nos proponemos entender algo lo logramos. Casi que me siento tentado a decir que a cualquiera que comprenda la química le gusta la química. Y no sólo con la química sino con todas las demás materias.

Así que echémosle la culpa a otras cosas, menos a la materia. Se presenta ahora otro razonamiento. Bueno, sí, es cierto, supongamos que le metemos el diente a todas las materias y resulta que todas nos gustan. Pero seguramente lo que decidamos hacer de ahí en adelante tendrá como consecuencia el olvido de alguna de esas materias. ¿Para qué las estudiamos entonces si no las íbamos a utilizar? Es cierto. Sin embargo, no sabíamos si las íbamos a utilizar o no, primero teníamos que experimentarlas y luego decidir. Si nos gustaran todas las materias nuestras decisiones no tendrían nada que ver con el gusto sino con cuál nos gusta más, cuál se nos facilita más, también entrarían en consideración el status y el dinero, en fin. Dejaríamos de ver las otras no por falta de gusto, sino por falta de tiempo, por cuestiones prácticas.

Algunas habilidades y algunos conocimientos que vemos en el colegio son fundamentales para la vida: aprender a leer y a escribir, aprender a sumar y a restar, los valores, las normas de comportamiento, ubicarse en el espacio, en fin.  Otras, en cambio, no las utilizaremos jamás. Pero como montar en bicicleta (hace años que no monto en ella), podremos recordar con alegría aquella experiencia y tal vez algún día, por alguna circunstancia del destino, esa experiencia nos resulte útil.

En conclusión tenemos y pasamos por distintas etapas cuando estamos en el colegio. Las razones por las que vamos allí son variadas, lo mismo que las razones por las que aprendemos. En general, es mejor ir al colegio porque es práctico, es decir, sabemos más en menos tiempo y haciendo menos esfuerzo. Vemos materias diversas, unas cuyos conocimientos y habilidades nos serán útiles para el resto de nuestra vida y otras que jamás aplicaremos ni volveremos a revisar. Si nos lo proponemos todas esas materias podrán gustarnos independientemente de si las vamos a aplicar en el futuro o no. Las vemos para que podamos explorar nuestras habilidades y escoger la que más afinidad tenga con nosotros, también para potencializarlas y ampliar nuestra visión. Podemos aprender las mismas cosas sin asistir a un colegio, sólo que será más demorado y no tendremos un certificado lo cuál en el mundo nos puede acarrear muchas dificultades. Vamos al colegio para aprender un oficio con el cuál ganarnos la vida y vivir bien, vamos al colegio a estudiar porque nos obligan, pero también estudiamos para sentirnos más que otros o igual que otros, o para que otros sean felices, estudiamos porque es rico aprender, estudiamos para resolver un problema o un conjunto de problemas que nos interesan, estudiamos para que la sociedad pueda seguir funcionando, estudiamos porque resulta más práctico. Si nada de eso nos mueve, no estudiamos nada.

miércoles, 25 de mayo de 2011

La adquisición de una Voluntad de Hierro

Ser capaz de hacer lo que hay que hacer, cuando se tiene que hacer, y como se tiene que hacer. Tener una voluntad así es signo de inteligencia emocional. Y más útil y significativa es cuando viene acompañada de otras habilidades. Pienso, por ejemplo, en las personas que hacen las cosas cuando cómo y dónde sus jefes les dicen, pero en ausencia de un jefe tienen dificultades para resolver un problema y hacer lo que tienen que hacer. Ahí es donde las otras habilidades entran en juego. Ser capaz de identificar lo que hay que hacer, de reconocer problemas y de plantear soluciones.

Pero adquirir una voluntad de hierro no es fácil. Muchas cosas en nuestra vida y en nuestro entorno dificultan la tarea. Nuestras costumbres, nuestros hábitos, nuestras creencias. Sin duda hay una cultura de la autocomplacencia, del no hacer lo que no me gusta hacer, una cultura que pondera el pasarla bien y que entiende el pasarla bien como el consumo de entretenciones pasivas: ver televisión, escuchar música, ir a cine, dormir, comer, pasear; placeres sencillos nos consumen día a día y aunque ello no es malo de cuando en cuando, sí es cierto que entran en competencia con nuestros deberes. Y renunciar a las cosas sabrosas de la vida por las cosas que son nuestro deber no es precisamente algo que sea bien visto a menos que el cumplimiento del deber conlleve placeres ulteriores, en cuyo caso parece justificable hacer ciertos sacrificios.

Algunas personas dicen que está bien cumplir con el deber pero que no hay que ser excesivos. Está bien, pues es cierto que hay gentes que sólo se concentran en sus deberes y no se dan tiempo, no se apartan por un momento de la exigencia con el propósito de descansar, recuperar energías, aclarar ideas y seguir. Pero también es cierto que a veces ese asunto de no ser excesivos resulta una idea que desestimula la adquisición o el sostenimiento de una voluntad de hierro. Y una voluntad así, junto con una inteligencia amplia, es la llave que tiene el individuo, para mover el mundo.

Cuando una persona tiene voluntad de hierro o empieza a ponerla en práctica, encuentra oposición tanto en su interior como en el exterior. La gente de afuera lo tacha de excesivo, exagerado, rígido, palabras todas que no tienen otra intención que la de censurar, desaprobar esa conducta. Pero también adentro hay oposición porque es difícil dejar de hacer algo que a uno le gusta por algo que es su deber; también porque hacer algo que a uno no le gusta es tedioso, aburrido, desgastante, rutinario, incómodo o desagradable. Y más difícil es cuando uno mismo se cuestiona el hacer eso, cuando uno se pregunta si es necesario hacerlo, si debe uno pasar por semejante suplicio para cumplir, para hacer lo que se tiene que hacer. Si uno se cuestiona, difícilmente alcanzará una voluntad de hierro.

Si uno aplaza las cosas y justifica el aplazamiento, dificulta el alcance de una voluntad de hierro. Si uno escucha a los demás, si uno se guía por el juicio de los otros, se dificulta el alcance de una voluntad de hierro. Si yo digo: no quiero, no puedo, se hace difícil alcanzar una voluntad de hierro.

La voluntad de hierro, cuando viene acompañada por inteligencia social no lleva a reñir con nadie. Nadie que tenga voluntad de hierro y habilidad social será odiado, criticado por ser como es. El problema se presenta cuando uno le exige a los demás lo mismo que uno se exige. El problema está cuando uno transmite arrogancia, fuerza desmedida, poca humildad, gestos agresivos o imponentes, todo lo cual resulta natural cuando uno tiene una voluntad de hierro, pero que es altamente inconveniente para las relaciones sociales. De hecho, la voluntad de hierro se puede aplicar a las relaciones sociales. Consiste en la capacidad de sonreír, ser amable, no reñir de forma inadecuada, saber cómo llegarle a la gente, en fin. Porque la voluntad se manifiesta en distintas esferas. Eso nos lleva a replantear nuestra terminología. No es la voluntad de hierro la que nos hace odiosos hacia los demás, es simplemente que pese a usar dicha habilidad en otros aspectos de la vida, no la usamos en el área de las habilidades sociales.

lunes, 11 de abril de 2011

Los estados existenciales y los existencialistas


Es frecuente escuchar de los estados existenciales en círculos académicos y medianamente educados. Suele incluso pensarse que en ciertas etapas de la vida somos más proclives a caer en alguno de ellos. Se trata de estados en los que nos preguntamos si la vida vale la pena, qué camino debemos seguir o quiénes somos en realidad. A continuación se exponen los pensamientos y emociones que tienen los que se encuentran en esos estados, junto con las creencias que probablemente los refuerzan y causan. Identifique el estado, si es que ha caído en alguno.

a. “Tengo miedo de fracasar, de que se burlen (así tenga todo para triunfar).” Se trata de un caso de miedo al ridículo o temor al fracaso. El individuo así afectado cree que debe tomar una decisión y, sin embargo, no lo hace debido al miedo que tiene de hacer el ridículo o de fracasar. Surgen entonces sentimientos de desesperación y angustia al saber que se tiene que decidir y no ser capaz de tomar la decisión.

Emoción: desesperación, angustia, tristeza
 
Causa de la emoción: la creencia de que se tiene que tomar una decisión con urgencia y el hecho de no poder tomar esa decisión (debido al miedo al fracaso).

Creencias Acompañantes: tengo que decidir ya, esta decisión es muy importante, creo que no me va a ir bien, voy a fracasar, etc.

b. “Si nos vamos a morir ¿para qué vivimos? Es mejor no haber nacido.” Se trata de un caso de frustración al descubrir que no somos eternos. El darse cuenta de la propia finitud, el concebir la vida como un esfuerzo perdido, genera en este individuo una inmensa sensación de tristeza. En su opinión todos los esfuerzos deben ser conservados para que tengan sentido, de lo contrario son una pérdida de tiempo. El problema puede darse tanto al pensar en la propia vida, como en la conservación de la especie humana.

Emoción: tristeza, depresión, angustia.

Causa de la emoción: la conciencia de la muerte o del fin.

Creencias Acompañantes: lo que se construye no se debe destruir, los frutos del esfuerzo deben mantenerse, si lo que construyo va a ser destruido no tiene sentido construirlo.

c. “No quiero vivir, sufro mucho (por la muerte de un ser querido, por una pérdida irreparable, por una decepción)” La persona así afectada tiene un sufrimiento tan intenso y tan profundo que quisiera no vivir. De ahí que piense que la vida no vale la pena, que no tiene sentido, que no hay nada bueno en ella. Dichos pensamientos van acompañados de sensaciones de amargura, tristeza, rabia, de creencias pesimistas, como la de que lo sucedido es irremediable, irreparable, que ya nada se podrá hacer. Lo que causa semejantes ideas suele ser la pérdida de un ser querido o de un bien o condición muy preciados.
 
Emoción: dolor intenso, tristeza, depresión, amargura

Causa de la emoción: la pérdida irreparable de algo muy significativo

Creencias Acompañantes: no hay nada que pueda hacerse para recuperar tal y cual cosa, no hay nada que pueda hacer para alcanzar lo que deseo

d. “No quiero vivir, todo me aburre, estoy hastiado.” Se trata de personas que fácilmente pierden el interés por las cosas o que, habiendo logrado lo que deseaban, fácilmente se desencantan. Algunas tienen, tal vez, demasiado de lo que deseaban, por lo cual sienten aversión. Pero también están las que no se emocionan con nada, pues nada despierta en ellas un interés poderoso o una emoción intensa. No pueden decir siquiera qué desean o qué les interesa porque no desean nada, no les interesa nada; sin embargo, se preocupan por ello. No sienten tristeza o depresión por lo anterior, sólo sienten hastío. Por eso deben ubicarse en una categoría especial.

Emoción: hastío, aversión, desinterés

Causa de la emoción: tener demasiado de algo que antes se deseaba, genética, etc.

Creencias Acompañantes:
no deseo nada, no quiero nada, nada representa una novedad para mí, nada me sorprende, todo me causa sensación de hastío.

e. “No he hecho nada con mi vida, la he desperdiciado, ya no hay tiempo, no hay nada que hacer." Es el caso de quien no está satisfecho con lo que ha sido y siente, además, la impotencia de no poder hacer nada. La crisis de los 30, de los 40 y de los 50 tiene que ver con ese estado. Personas que hacen un alto en el camino, reflexionan y se dan cuenta que no han hecho con su vida lo que querían. Pero, además, se dan cuenta que no tienen tiempo para remediarlo. Esto genera emociones de amargura, pesadumbre, desesperanza.

Emoción: amargura, tristeza, desesperanza

Causa de la emoción:
darse cuenta de que lo que son no es lo que desean ser y la creencia de que ya nada puede hacerse para remediar ese asunto

Creencias acompañantes: he desperdiciado mi vida, no fui lo que quería ser, ya no hay nada que pueda hacerse, pero quisiera que algo pudiera hacerse.

f. “No tengo lo que quiero, jamás podré alcanzarlo." Quien así piensa no cree que pueda lograr o hacer o tener lo que lo hace feliz o lo satisface y por eso se siente muy mal. Las personas que se encuentran en ese estado pueden ser clasificadas, además, en las que han luchado durante un buen tiempo y no han podido, las que luchan y al poco tiempo renuncian, y las que ni siquiera lo intentan. Generalmente se piensa que hay un obstáculo, algo insuperable, que impide el logro de dichos objetivos. Por supuesto, los casos hasta ahora mencionados podrían reducirse a éste. Sin embargo, quisiera abarcar con el caso aquí mencionado todos aquellos casos que no estén incluidos en los apartados anteriores o posteriores.

Emoción: rabia, tristeza, amargura

Causa de la emoción: el deseo de alcanzar algo, la creencia de que jamás se logrará

Creencias acompañantes:
no es posible lograr eso, haga lo que haga no lo alcanzaré, no hay forma de que lo logre.

g. “Tengo todo lo que quiero, pero sigo siendo infeliz." Esta persona cree que se va a sentir satisfecha de tal o cual forma y cuando se convierte en eso o logra aquello u obtiene esto, se da cuenta que no le procura el nivel de satisfacción que esperaba. Quien se encuentra en ese estado piensa que cierta circunstancia es tal cual sus deseos, pero descubre, una vez la alcanza, que no es así. Se incluye en este grupo también a los que esperaban una satisfacción intensa al alcanzar algo, pero no la obtuvieron; la diferencia estriba en que lo deseado cumple con todos los requisitos, pero no genera el nivel de satisfacción esperado.

Emoción: insatisfacción, vacío.

Causa de la emoción: el descubrimiento de que lo que creíamos que se ajustaba a nuestros deseos, en realidad no lo hacía. O bien, el hecho de que, aunque se ajuste a nuestros deseos, no genera en nosotros la sensación de satisfacción intensa que se esperaba.

Creencias acompañantes: Esto no era lo que creía, en realidad no era lo que deseaba, esperaba que me llenara más, pero no fue así, etc.

Caso especial: personas que ante todo desean la diversión, la novedad, las emociones fuertes, las motivaciones poderosas, también pueden padecer de estados existenciales. Podemos dividirlas en varias: las que desean la intensidad, lo obtuvieron alguna vez, pero hace mucho tiempo no la obtienen y las que la obtienen al principio con algo que les parece novedoso, pero, al poco tiempo, lo pierden. En resumen: desean emociones fuertes, pero la mayoría del tiempo no tienen esas emociones. Por eso viven frustrados, deprimidos, con sensación de vacío.

Entre los existencialistas podemos distinguir los insatisfechos, los hastiados y los desmotivados. El insatisfecho siente un vacío; el hastiado siente repulsión, el desmotivado no siente vacío, ni repulsión, simplemente no siente interés, no tiene un deseo profundo por algo o por alguien. La palabra satisfacción puede resultar confusa porque a veces se refiere al sentimiento o la sensación y a veces al hecho de que algo cumpla o no con ciertas características. Es una ambigüedad que debe tenerse presente a la hora de interpretar los estados existenciales.